Querido jefe Narciso

Capítulo ochenta

—Gu... Guste —murmuré, abriendo los ojos, distinguiendo la figura que me sostenía entre sus brazos.

Él, al darse cuenta de que me había despertado, bajo la cabeza y, chasqueando la lengua, me dedicó una media sonrisa alentadora.

—No, soy Bastien —me corrigió, algo molesto.

Volví a cerrar los ojos, parpadeando muy pesadamente, pues todo seguía dándome vueltas mientras él me llevaba en volandas a un lugar al que primero no pude distinguir, aunque pronto identifiqué como el backstage de la pasarela.

—Lo siento, Bastien —murmuré, avergonzada y mareada, dirigiéndole una mirada apenada por lo que debía de haber presenciado para encontrarme con una radiante sonrisa en su simétrico rostro.

—¿Te lo has creído? Madre mía, miento de maravilla, ésto es una novedad —rió.

Fruncí el ceño, sin comprender a lo que se refería, intentando hacer que me bajara, porque estaba segura de que no podía transportarme mucho más tiempo en brazos, a pesar de que fuera fuerte y corpulento.

—¿Guste? —repetí, todavía más confusa, provocando que, ajeno a lo mal que lo estaba pasando, soltara una desconcertante carcajada.

Me dejó en el suelo, aunque sin soltarme del todo, con su brazo izquierdo rodeando mi cintura y la mano derecha sosteniendo la mía para que no perdiera el equilibrio.

Pronto me fijé en que, evidentemente, no estábamos solos.

Claudine Laboureche estaba de pie frente a mí, totalmente paralizada, aunque uno de sus párpados se moviera con nerviosismo, como si tuviera un tic en el ojo provocado por mi estúpido desmayo.

Detrás de ella se encontraban los Selectos, asomando la cabeza por detrás de las modelos a las que estaban ayudando a desvestirse, mientras me observaban, juzgadores, por lo que acababa de hacer.

Había fastidiado la gran introducción de Laboureche, los que abrían el desfile cada año, magníficos, perfectos y con las sonrisas estudiadas para ser la atención de todos los medios, y lo que había hecho yo había sido, literalmente, desmayarme en la pasarela como una completa idiota.

Oí a alguien carraspear a mi lado y pronto me encontré con la fría mirada de Narcisse Laboureche, quien debía de estar debatiéndose en asesinarme allí, en aquel preciso instante, o, de lo contrario, aparentar tener la situación controlada y atacarme nada más acabar aquel horripilante día.

—Voy a arreglar tu desastre —gruñó, sin echarle ni un solo vistazo a Guste, apretando los puños para contenerse y apartándome de su camino cuando se dirigió hacia las escaleras.

—¡Narciso, por el amor de Dios, vuelve ahora mismo si no quieres que te arrastre de esos pelos rizados! —gritó Claudine, fuera de sí, a cada vez más enfadada.

Pero él, como siempre, tan solo fingió no haber escuchado ninguna reprimenda.

—¡Damas y caballeros! —le oímos decir cuando ya era demasiado tarde para detenerlo—. Es un honor para mí presentar en mi primer año como director de Laboureche un nuevo concepto de desfile para nuestra empresa: la interpretación de un mito a través de los diseños de nuestros Selectos. Esta temporada, al estar inspirada en las flores y en las profundidades del bosque, hemos decidido hacer alusión al mito de Apolo y Dafne, en el que la ninfa se convierte en árbol al ser alcanzada por un hombre al que no ama. Por eso mismo, hemos elegido a mi Selecta, Agathe, y a uno de nuestros competidores, Louis Auguste Dumont, dando una visión moderna al mito que ha inspirado nuestra colección.

De pronto y a pesar del silencio sepulcral que se había formado en el backstage en el que todos estábamos conteniendo la respiración, un efusivo aluvión de aplausos coronó nuestro desfile, el que yo había fastidiado y que Narcisse, como siempre lo había hecho, había salvado.

La seguridad de Narcisse en sus palabras parecía transmitirla a todos los que estábamos allí y, de pronto, mi estúpido desmayo había pasado de ser la peor desgracia para Laboureche a la mejor interpretación sobre una pasarela que todos los invitados a la Semana de la Moda estaban alabando.

—Van a matarme algún día de estos; todos quieren asesinarme a disgustos —farfulló Claudine, abanicándose con una hoja de papel, siendo la más afectada de todo lo ocurrido en la última media hora.

—Está loco —oí gruñir a Guste, pero, al girarme hacia él, no parecía disgusto lo que se marcaba en su expresivo rostro y tampoco mostraba un ápice de burla hacia lo que mi jefe acababa de hacer. Parecía sorprendido por la capacidad resolutiva de Narcisse, prácticamente como todos los que estábamos allí.

Todavía entre los brazos del dueño de Louis XIX, observé cómo Narcisse descendía las escaleras con el paso firme, seguro de todo lo que acababa de hacer, sonriente y satisfecho, como si todo hubiera salido acorde a su plan.

Me miró con la barbilla levantada, recriminándome mi actitud, aunque no lo dijo con palabras, tan solo empujando con su hombro a Guste para apartarlo de mí en un rápido y efectivo movimiento y ofreciéndome una cínica sonrisa que mostraba su disconformidad con lo que acababa de ocurrir allí, pese a que él lo hubiera salvado con elegancia.

—Gracias —murmuré, porque no sabía qué más añadir, viendo cómo él se dirigía a su tía bisabuela con decisión sin esperarse el guantazo que le pegó ella al instante.

—¡¿Estás loco?! Maldito inconsciente consentido, casi arruinas mi desfile con tus invenciones estúpidas —le gritó ella y yo estuve segura de que parte de aquella furia la había provocado yo.

Me encogí ligeramente, incapaz de dar la cara por él, mientras Guste me tomaba de la mano con firmeza para evitar que me alejara de él.

—No quise decírtelo, porque... A la prensa le gusta el factor sorpresa, algo que destaque entre las monótonas presentaciones de las decenas de marcas que van a desfilar hoy y, si te lo decía a ti, ibas a delatarlo el primer día, como hiciste con mi identidad y la de Agathe —dijo mi jefe con soltura, antes de dirigirme una mirada apenada, como si quisiera añadir algo a aquella mentira.




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