Os advertí que me ibais a odiar, pero no me insultéis, que tengo la regla y en lugar de ponerme a llorar me pongo de mala hostia y le deseo la muerte a mucha más gente de la que se la merece.
—Gracias por acompañarme —le dije a Guste, sonriéndole ligeramente, sin saber qué más podía hacer.
Él se encogió de hombros, como si no le importara, sin mirarme a los ojos ni una sola vez, aunque tampoco lo había hecho en todo el camino hasta mi casa.
Había insistido en que debía traerme él tras mi breve desmayo en el Carrousel du Louvre, donde habíamos celebrado nuestro desfile y, aunque me hubiera negado, Guste no me había dejado marchar en taxi.
—Siento lo que ha pasado —murmuró, como si él hubiera tenido algo que ver.
Fruncí el ceño ligeramente, girándome hacia él, que jugueteaba con sus dedos con nerviosismo, mirando fijamente sus cortas y redondeadas uñas con interés.
—Lo siento yo —le corregí—. Has tenido que recogerme del suelo prácticamente delante de millones de personas cuando ni siquiera era tu desfile y yo...
—No te disculpes por eso —me interrumpió—. Prefiero haber evitado que te cayeras delante de todos esos periodistas y que Narcisse venga a asesinarme esta noche mientras duerma a que te mate a ti.
Sonreí, aunque él no lo hacía. Por alguna razón, el sarcástico y frío Guste había desaparecido de pronto, mostrando una extraña tensión e incomodidad que no parecía sentir hacía poco más de media hora.
—Entonces, gracias —le susurré, colocando una mano sobre la suya para llamar su atención, aunque tan solo provoqué que saltara en su asiento, como si se hubiera asustado por aquel simple contacto.
¿Por qué todos estaban tan raros últimamente?
—De nada. Es lo que hacen los amigos —dijo, con la voz grave.
Fruncí los labios a la vez que él apartaba la mirada hacia la ventana, obligándose a sí mismo a no mirarme, lo que fue, desde luego, de lo más extraño de la noche.
Me arreglé como pude el vestido, intentando no pisarlo al salir de la limusina, aunque tan solo me llegara a media pantorrilla, pues, al estar sentada, prácticamente rozaba el suelo.
Abrí la puerta del vehículo sin obtener ni una sola palabra más por parte de Guste, quien estaba actuando de una forma realmente extraña, y bajé de él, manteniendo el equilibrio sobre mis stilettos de Laboureche, cerrando la puerta cuando ya había conseguido colocarme sobre la acera.
Me giré hacia el coche para despedirme de Guste, aunque él, pensativo, seguía observando lo que fuera que estuviera tras su ventana polarizada y, sin mediar palabra, vi cómo el vehículo se ponía en marcha y se alejaba, calle abajo, de mi edificio.
Todavía confundida —y no tan solo por lo que acababa de ocurrir—, cogí las llaves que había en mi minúsculo bolso de mano y me dirigí hacia el portal, no muy segura de por qué Guste había estado actuando de aquella forma, aunque intentaba no pensar demasiado en ello.
Lo único que podía permitirme pensar en aquel instante era la ardiente ducha que debía tomar antes de meterme en la cama, arropada por mis sábanas de verano, a disfrutar de mi merecido sueño tras aquel día tan duro que yo misma me había ocupado de empeorar.
No había mirado mi móvil en ningún momento, segura de lo que estarían hablando los medios por mi pésima actuación en la pasarela, aunque lo sentí vibrar en mi clutch cuando conseguí abrir la puerta e, instantáneamente, encerrarme en el frío y oscuro vestíbulo.
Me quité los tacones y los abracé contra mi pecho antes de encender la luz y dirigirme hacia las escaleras, segura de que no podía subir los cinco pisos hasta mi apartamento elevada sobre aquellos quince centímetros de zapatos.
No me detuve en ningún momento, ni siquiera para tomar aire, hasta que llegué al ático, donde se encontraba mi apartamento y, usando las llaves que todavía tenía entre las manos, abrí la puerta hacia mi piso y entré en él, lanzando los stilettos al suelo y dejando el clutch sobre la mesa, antes de soltar mi cabello, el cual estaba sujeto con dos horquillas doradas justo detrás de mis orejas hasta entonces, provocando que mis dos mechones frontales cayeran sobre mi rostro, liberados.
Me dirigí hacia el baño, intentando bajar la cremallera del vestido desde atrás, dispuesta a darme mi tan ansiada ducha, justo cuando oí un extraño repiqueteo proveniente de la puerta.
Giré mi cabeza hacia el salón, sorprendida por lo que acababa de escuchar, poco confiada en que hubiera sido un sonido real y, al ver que ya no podía oírse nada, negué con la cabeza, siguiendo mi recorrido hacia el baño, despreocupada.
Pero entonces alguien volvió a golpear con los nudillos la puerta de madera, sin atreverse a tocar el timbre y yo me vi obligada a darme la vuelta de nuevo, regresando sobre mis propios pasos hacia el salón, sin realmente saber quién podía encontrarse tras la puerta, aunque algo en mí estaba rezando para que no fuera mi vecina psicótica.
Abrí la puerta con cuidado, distinguiendo una alta figura de hombros anchos en la oscuridad del rellano que me observaba con intensidad, siendo su rostro prácticamente lo único que la tenue luz de mi pasillo podía iluminar.
Sentí mi corazón acelerarse cuando frunció los labios ante mi desconcierto, aunque no dio un paso atrás y tampoco intentó huir, tan solo me observó durante más tiempo del que yo podía estar sin parpadear, en completo silencio, tal vez analizando la situación para saber cómo actuar.
—Ni se te ocurra moverte —me ordenó, cuando yo estaba a punto de echarme a un lado para dejarle pasar, adivinando mis intenciones y elevando sus grandes y fuertes brazos para poder colocar sus manos sobre mi nuca, acercando su rostro peligrosamente al mío.
Sus labios se colocaron sobre los míos en un momento de completa confusión y sus dedos se enredaron en mi cabello para atraerme todavía más sobre su rostro, saboreando el momento, sin esperar a que yo pudiera responder a sus exigentes movimientos, porque estaba tan aturdida que no comprendía nada de lo que estaba ocurriendo.