Querido jefe Narciso

Capítulo ochenta y dos

Cuando me desperté a la mañana siguiente estaba totalmente aturdida.

No estaba segura de que todo lo que había ocurrido la noche anterior fuera real, que Louis Auguste Dumont, el hermano gemelo de mi vecino y el dueño de una de las empresas más importantes del mundo de la moda, me hubiera besado, a mí, alegando que sentía cosas por mí que yo jamás había podido ver.

Todavía llevaba mi vestido midi puesto y arrugado, dejándome claro que me había dejado caer en la cama y me había quedado profundamente dormida sumida en mis locos pensamientos, sin siquiera tener la decencia de bajar la persiana, por lo que la luz invadía con intensidad toda mi habitación.

Me froté los ojos, cansada, escuchando cómo las afiladas uñas de Lady S arañaban el suelo de su jaula aclamando mi atención, provocando que me diera la vuelta sobre mí misma y escondiera mi rostro en la mullida almohada.

Estuve en aquella posición un buen rato, hasta que oí la oxidada persiana de mi vecino chirriar, anunciándome que iba a salir al balcón, y me vi obligada a incorporarme, suspirando profundamente, antes de bajarme de la cama.

Eché la cortina, incapaz de encontrarme cara a cara con Bastien después de todo lo ocurrido, y, acto seguido, alcancé la cremallera de mi vestido y la bajé, permitiendo así que la tela se deslizara por mi cuerpo con suavidad antes de caer al suelo a mis pies.

Había visto la hora que marcaba el despertador que había en mi cómoda y sabía que iba a llegar tarde al desfile de los Dumont si no me duchaba en aquel mismo instante.

Agarré como pude mi ropa interior y, sin echarle un vistazo a mi armario para elegir algún atuendo que poder vestir aquel día, me dirigí al baño descalza, sintiendo el frío del suelo bajo mis pies, aunque aquel era el último de mis problemas.

Me desnudé por completo ante mi espejo y, como solía hacerlo habitualmente, bajé la mirada al observar mi propio cuerpo, al que tal vez le sobraban unos cinco kilos y que siempre me había acomplejado, aunque jamás había hecho nada para evitarlo.

Negué con la cabeza, abrazándome a mí misma para meterme en la ducha sin darle muchas más vueltas, abriendo el grifo del agua caliente, provocando que mi piel ardiera gustosamente y mi cabello se mojara al instante.

Me enjaboné todo el cuerpo antes de hacer lo mismo con mi larga cabellera castaña, sintiendo que todas mis preocupaciones se diluían con el agua y acabaran desapareciendo por el desagüe, para mi enorme satisfacción.

Pero, por supuesto, mi momento de relajación no podía durar por siempre, ya que, nada más terminar de aplicar mascarilla, el estridente sonido del timbre me hizo pegar un salto que casi provocó que resbalara y cayera allí mismo, con el peligro de morir desnucada en mi lugar favorito.

No esperaba a nadie y, aún así, el timbre volvió a sonar, insistente.

Me quité los restos de jabón que cubrían mi cuerpo y aclaré mi cabello antes de ponerme mi suave albornoz y envolver una toalla en mi cabello para evitar degotar por todo mi pasillo hasta la puerta.

—¡Ya voy! —grité, cuando el timbre volvió a sonar.

Me anudé el albornoz a la cintura a la vez que alcanzaba el pomo de la puerta y abrí, intentando observar quién se encontraba detrás de ella, aunque él no me lo permitió.

Entró en mi casa como una exhalación, empujándome para poder hacerlo, golpeándome el rostro con la dura madera sin piedad, provocando que soltara un quejido que debió de haber oído hasta mi vecino si seguía en el balcón.

La puerta se cerró antes de que pudiera decir nada y oí un profundo y largo suspiro.

—Tu vecina da muchísimo miedo —anunció Jon, con la espalda apoyada en la puerta y con la respiración entrecortada.

Me froté la frente, donde había recibido el impacto, mirando al Selecto con verdadero disgusto.

—¿Qué estás haciendo? —le pregunté, sin ánimos.

Él me miró por primera vez, abriendo sus grandes y rasgados ojos oscuros para dirigirlos hacia mí, advirtiendo de que estaba mojada y ataviada con un maldito albornoz.

—Oh, mierda, lo siento, Agathe. No sabía que estabas... —Intentó disculparse, girando la cabeza hacia el otro lado.

Me crucé de brazos, incómoda, intentando fingir que no me preocupaba lo mucho que me dolía la cabeza en aquel instante, aunque pronto bajé la mirada hacia su mano, la cual estaba minuciosamente vendada y totalmente inmovilizada, la peor pesadilla de cualquier diseñador.

—No es nada —dijo, adelantándose a lo que pudiera decir, escondiendo la mano detrás de su espalda.

—Te desmayaste ayer por toda la sangre que perdiste antes del desfile —le recordé, aunque él claramente ya lo sabía.

Jon negó con la cabeza y se apartó de la puerta, apartándose de mí, como si no quisiera hablar de ello.

Todavía no comprendía por qué había ido hasta mi casa y dudaba bastante que Narcisse le hubiera enviado después de lo que había ocurrido la tarde anterior, así que lo más probable era que se hubiera acercado por sí mismo, aunque sin dar explicaciones.

—Puedes sentarte, si quieres —le dije, viendo cómo empezaba a andar de lado a lado mientras se despeinaba con los dedos de la mano sana, evidentemente nervioso.

Él asintió con la cabeza y se dejó caer en mi sofá de piel sintética, hundiéndose en él como solía hacerlo mi ardilla, poco a poco y como si yo no pudiera verle.

Le imité, aunque quedándome a una prudencial distancia de donde él se encontraba, colocándome el albornoz como pude para evitar descubrir algunas partes de mi cuerpo que jamás había mostrado a nadie y, precisamente, Jon no iba a ser el primero.

—¿Qué te ocurre? —insistí, viendo cómo su pierna izquierda empezaba a moverse arriba y abajo nerviosamente.

—A mí nada. Bueno, evidentemente sí, pero no tiene nada que ver con que me apuñalara yo mismo la mano —expuso, jugueteando con uno de los botones verdes de su camisa.

Me crucé de piernas, expectante, esperando cualquier cosa que pudiera decirme, porque mi vida era un constante cúmulo de locuras que lo que fuera que tuviera que contarme iba a acumularse a mi lista de cosas sin resolver que me estaban volviendo loca.




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