Querido jefe Narciso

Capítulo ochenta y tres

Bajé de la limusina de Guste bajando la cabeza para que las cámaras que me apuntaban no pudieran captar la nula expresión de mi rostro, aunque era prácticamente imposible.

Estaban todos los periodistas formando una perfecta fila a cada lado de la puerta del vehículo y habían dejado un camino para que pudiera avanzar por él, como si fuera alguien importante y mereciera andar sobre una alfombra roja. Tal vez lo parecía.

Cuando me hube erguido en la acera, arreglando mis palazzo blancos para evitar que se marcaran indeseables arrugas, me di cuenta de el terrible error que había cometido, tan solo por los gritos que se sucedieron a mi descenso del coche, cuando Guste asomó su preciosa cabeza justo detrás de mí, aumentando el ya insoportable barullo que se había formado alrededor del Carousel du Louvre.

—¡Salen juntos! ¡Están saliendo juntos! —gritó alguien de entre las decenas de personas a nuestro alrededor, provocando que los intensos y cegadores flashes empezaran a abundar horriblemente.

Guste se colocó a mi lado y me tendió el brazo, observándome con una expresión neutral, aunque sabía que lo hacía para que mi mirada no se dirigiera a nuestro alrededor.

—Creo que esto ha sido una mala idea —mascullé entre dientes.

Él negó con la cabeza muy ligeramente, esperando a que agarrara su fuerte y musculado brazo. No lo hice, porque sabía que iba a ser peor.

—Que Narciso espabile si quiere ser otra vez portada de la Modern Couture —dijo él, arreglándose la pajarita de plumas en la que estaba inspirada su colección con mucha dignidad, entendiendo que yo no iba a mostrar ante el público absolutamente nada entre nosotros y, al contrario de Narcisse, él no parecía molesto por ello.

—¿Esta aparición confirma su rumoreada relación secreta a partir de la representación de Apolo y Dafne que nos ofrecisteis en el desfile de Laboureche? —preguntó alguien, alzando la voz, distinguiéndose entre los demás.

Cuando Guste estuvo listo, di mi primer paso, dispuesta a alejarme de aquel periodista y de sus indiscreciones.

—Señorita Tailler, ¿confirma que se ha enfriado su relación con Narcisse Laboureche desde su última salida pública? —preguntó otra persona, intentando alcanzarme con su micrófono, aunque sin intentar detener mi marcha.

Mantuve la barbilla al frente, intentando parecer neutra ante todas las palabras que iba escuchando a medida que iba avanzando por aquel camino envenenado, mientras que Guste, tan digno como tan solo él podía serlo, sonreía descaradamente ante ciertas palabras malsonantes en consonancia al tipo de relación que ambos manteníamos, la cual, a mi parecer, ni siquiera había empezado.

Es decir, él me había besado, yo le había correspondido y me había prometido ser sincero conmigo si eso lo convertía en el único hombre en mi vida, aunque yo no estaba muy segura de ello.

Estaba claro que sentía algo por él, tal vez un indicio de amistad o algo fruto de la confusión que su hermano y mi jefe habían provocado en mí y, aunque podía decir que era probablemente uno de los hombres más guapos con los que me había cruzado, yo todavía no le consideraba parte de mí. No lo era, no podía serlo, no todavía.

El lazo lateral que decoraba mi camisa de organza acariciaba mi rostro con cada paso que daba, sirviéndome de distracción hacia lo que aquella gente que nos rodeaba tenía que decir sobre mi vida.

—El beso público más comentado de la década, la representación en el desfile de Laboureche y ahora la caminata hacia el Carrousel... ¿No son vuestras apariciones en público toda una declaración de intenciones? —gritó alguien, y yo apreté los puños, intentando no girarme para ver quién había pronunciado aquello.

Guste respondió a alguien a su izquierda, sonriente y tranquilo, como si estuviera acostumbrado a ser el centro de atención de todas las preguntas y miradas, siendo exactamente lo contrario a lo que era yo, por eso mismo me adelanté en nuestro paseo, deseosa de llegar a la entrada del Carrousel du Louvre.

Apreté los labios maquillados del mismo tono de fucsia que teñía mi blusa de organza y, con decisión y sin mirar atrás, me dirigí a paso rápido hacia la entrada, sin saber si Guste me seguía de cerca o si lo había dejado disfrutar con su injusto interrogatorio.

Avancé todo lo rápido que mis sandalias de tacón me lo permitieron y, por suerte y con todo el alivio del mundo, logré traspasar la puerta que aquella corpulenta mujer sostenía, pudiendo, al fin, relajar mi mandíbula y permitirme sonreír a la vez que suspiraba sonoramente, sintiendo que había conseguido superar la parte más difícil del día.

Muy a mi pesar, había sido una ilusa al creer que aquella suave caminata había sido lo peor.

Sentí la mano de alguien agarrar mi antebrazo con fuerza y, sin darme tiempo a protestar, me vi siendo arrastrada por el gran vestíbulo hacia una de las zonas más alejadas de la entrada, junto a una gruesa columna prácticamente al fondo de la sala, alejada de la multitud y sujetada por aquella fuerte y firme mano.

—¡Suéltame, Narcisse! —le ordené, tropezándome varias veces con la moqueta que cubría el suelo por culpa de mis altos zapatos, tan incómodos como bonitos y la verdad es que eran preciosos.

—Cállate hasta que me cuentes qué estabas haciendo con Louis Auguste —gruñó, dando un último tirón para colocarme frente a él, apoyándome en la gruesa columna para evitar que huyera de su lado, lo único que me apetecía en aquel instante.

—Ni se te ocurra pedirme explicaciones a mí después de lo que hiciste el otro día —le reprimí, colocando una mano en su pecho para marcar la distancia que cada vez parecía más corta.

Él negó con la cabeza, clavando aquellos intensos ojos castaños en mí, mostrando la ira que corroía su interior, la cual ya había demostrado que le controlaba más de lo que él podía con ella.

—Como mi padre se entere de lo que estáis haciendo Auguste y tú, no te creas que va a ser él el único afectado —gruñó, sacando sus propias conclusiones de lo que supuestamente estaba ocurriendo.




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