Querido jefe Narciso

Capítulo ochenta y cuatro

La mano de Guste se colocó sobre el hombro de Narcisse —cuyo nombre real no era aquel—, lo justo para poder empujarlo lejos de mí, provocando que mi jefe, quien tal vez no lo era, me arrastrara con él varios centímetros hasta decidir soltarme, dejándome tiesa en el mismo lugar, totalmente descolocada.

—¿Qué estás haciendo, imbécil? —gruñó Narciso, encarando al dueño de Louis XIX, el cual estaba a punto de presentar sus diseños en la pasarela y, aún así, se encontraba de pie frente a su mayor rival, mirándole desde los dos o tres centímetros que les separaban en altura con verdadero disgusto.

—Liberarla de tus garras, depredador —respondió el otro, con evidente burla.

Observé el gesto de diversión de Guste en aquel momento, quien parecía ajeno a todo lo que acababa de contarme mi jefe, aunque, visto lo visto, él ya debía de saberlo de hacía tiempo. Muchísimo tiempo.

—¡Maldita sea, Auguste, apártate de Agathe y de mí! Nadie te ha pedido que te metas y nadie parecía necesitarlo, así que es mejor que te des la vuelta y te vayas al lugar en el que deberías estar, no aquí con nosotros —siseó Narciso, mirándolo fijamente, retándolo con desdén.

—Yo hago lo que me da la gana, no lo que tú me ordenes, Narcisse.

—Narciso —corregí yo, con tanta naturalidad que ni siquiera creí que aquella era mi voz.

Guste me dirigió su cerúlea mirada y borró la sonrisa socarrona que se había formado en su bello rostro, mostrando toda la sorpresa que alguien prácticamente igual de perfecto que inexpresivo podía gesticular.

—¿Lo sabes? —susurró, evidentemente descolocado.

—Pues claro, idiota. Os dije a tu hermano y a ti que dejarais vuestro maldito juego, que si queríais aceptar que yo había perdido porque me había enamorado de la tentación de Louis, pero que iba a contarle toda la verdad —dijo Narciso con firmeza, como si hubiera más para contar.

Me pasé una mano por el cabello, como si pudiera arreglar el engominado recogido sujeto a la nuca, intentando mantener la calma, porque estaba segura de que me iba a volver loca.

—Yo nunca he jugado con vosotros —gruñó Guste, mirando de nuevo a mi jefe—. Y es evidente que ambos habéis perdido, así que deja ya de retorcerte en tu desgracia e intentar arrastrar a Agathe a tu oscuro interior, porque ella nunca va a confiar en ti como nadie jamás lo ha hecho.

Y, de pronto, ocurrió.

Narciso Laboureche, que ya no era el hombre más poderoso de Europa, golpeó con su puño la marcada mandíbula de Louis Auguste Dumont, provocando que éste cayera al suelo al instante.

Me llevé una mano a la boca para ocultar mi sorpresa, aunque mis ojos estuvieran todavía más abiertos, intentando analizar aquella repentina situación de la que yo había sido testigo.

—¡Ni se te ocurra tocar a mi hermano, capullo! —gritó una grave y profunda voz desde la otra punta del vestíbulo, haciendo eco en toda la sala, provocando que se giraran hacia nosotros los pocos que quedaban sin observar a Guste tirado en el suelo sujetándose la mandíbula con una evidente mueca de dolor.

Bastien avanzó rápidamente hacia donde nos encontrábamos con el ceño fruncido y la más peligrosa furia marcada en su duro gesto mientras que Narciso, de pie junto a su víctima, observaba al hombre que me había besado con repulsión, sin ser consciente de las consecuencias de sus malditos impulsos.

—Das asco, Guste —le gritó, viendo cómo su rival intentaba incorporarse sobre un codo sin soltar su barbilla dolorida.

Desvió sus impresionantes ojos azules hacia el impostor y, manteniendo una expresión neutral, sonrió.

—Pensaba que me había duchado esta mañana —pronunció en un cierto tono de burla, intentando levantarse.

Aquel no era el momento de bromear y probablemente tampoco el de quedarse allí plantada observando cómo Narcisse, o Narciso, apretaba los puños a ambos lados de su cuerpo, canalizando su ira, siendo el centro de atención de toda la sala.

Bastien llegó hasta nosotros y encaró a mi jefe, quien no se había inmutado por su grito y tampoco parecía hacerlo ante su presencia.

—¿Qué estás haciendo, Narciso? ¿Llamando la atención para que alguien se fije en ti? ¿Es eso? —le preguntó mi vecino, mirándole con verdadero desagrado.

—Te odio, maldito imbécil —rugió mi jefe y no supe a cuál de los gemelos se lo decía.

Guste se rio, levantándose como si nada hubiera ocurrido, intentando fingir tranquilidad aunque aquella situación era cada vez más peligrosa.

—Oh, y yo que pensaba que íbamos a casarnos la semana que viene en las Bahamas —respondió Guste con sorna, fingiendo pena absoluta, su evidente e inefectivo método de defensa.

Habían perdido la cabeza. Los dos. Tal vez los tres, porque Bastien sujetó a su hermano como si fuera un bebé por debajo de los brazos, intentando que no cayera de nuevo.

Sintiéndome totalmente inútil, di un paso hacia delante, intentando alcanzar a Narciso y evitar que hiciera otra tontería, aunque, cuando vio aquella enorme sonrisa formada en el hermoso rostro de Guste, no estuve a tiempo ni siquiera de acercarme.

Bastien había soltado a su hermano al ver que podía mantenerse en pie y no fue capaz de predecir el puñetazo que mi jefe pronto le propinó a Guste, provocando que cayera de nuevo al suelo.

—¡Siempre tenéis que estar en medio! ¡Cuando nadie os llama, aparecéis para aseguraros de que mi vida siga siendo un infierno desde el día en el que murió Raquelle! ¡Os odio! Te odio —gritó, abalanzándose de nuevo sobre Guste, aunque no logró sentarse a horcajadas sobre él para seguir golpeándole el rostro, pues Bastien lo había agarrado con fuerza y lo había arrastrado suficientemente lejos de su hermano como para que no pudiera pegarle ni una vez más.

Prácticamente me lancé al suelo junto a Guste al ver un hilo de sangre dibujar el contorno de su rostro hasta manchar la pálida moqueta, procedente de su magullada ceja, la cual Narciso acababa de partir.




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