Querido jefe Narciso

Capítulo ochenta y cinco

Me voy a autocensurar porque se ve que mis escenitas ☆ no son consideradas gratas en una historia para todos los públicos, que, en Wattpad, SON DIFÍCILES DE CONTROLAR, NO ME TOQUÉIS LOS OVARIOS CON QUE LA MÍA ME LA TENÍAIS QUE BORRAR.

Guste se giró hacia mí, parpadeando pesadamente, como si estuviera a punto de dormirse.

Estaba segura de que le dolía no haber podido acudir a su propio desfile, que había sido un despliegue de plumas bajo el lema de su empresa "El rey fénix de dos cabezas", que había hecho levantar a más de uno de los que se encontraban en primera fila.

Había accedido a las súplicas de Bastien para que acompañara a su hermano a su piso, ya que él a duras penas se mantenía de pie, mientras él respondía a todas las entrevistas que tenían previstas aquel día tan especial que Guste no había podido disfrutar porque mi jefe le había pegado una paliza que le había dejado, indudablemente, tonto.

Su aspecto era demoledor. Siempre había sido el hombre elegante de facciones perfectas al que no se le despeinaba ni un solo mechón, con una una imponente postura y una media sonrisa burlona que, desde luego, ya no parecía tan divertida. Se le había formado un moratón en la barbilla que se extendía hasta sus labios rosados, prácticamente igual que el que rodeaba su ceja, ahora partida y cubierta por una gasa que le obligaba a mantener el ojo medio cerrado, aunque todavía podía ver las manchas de sangre que habían recorrido su habitualmente pálido e impoluto rostro hasta la raíz de sus cabellos castaños.

—¿A dónde vamos? —preguntó, evidentemente agotado.

Torcí una media sonrisa, mirándole apenada. Sabía que él, en parte, se había ganado la ira de Laboureche, por estar provocándolo con sus sarcasmos y sus duras palabras, pero Narciso no había tenido derecho a tumbarle de aquella forma frente a tantas personas y orgulloso de haber sacado su ira a flote.

El sol se estaba poniendo tras los edificios a nuestra izquierda, aunque las nubes que cubrían el cielo no permitían ver si la luna empezaba a rielar en el agua turbia del Sena, que podía ver desde la ventana polarizada de la limusina tras la cabeza de Guste.

—Al apartamento de Bastien —susurré—. Voy a ayudarte a subir y esperaré contigo a que llegue tu hermano para asegurarme de que no te pase nada más.

Él frunció el ceño o, al menos, lo intentó.

—Sé cuidarme yo solo. Si Narciso viene a por más, no volverá a ver la luz del día —gruñó.

Suspiré, intentando no sonreír ante su gesto de indignación, que era más que cómico en sus circunstancias.

—Ya he visto cómo te defendías hace un rato.

—Me ha pillado desprevenido. Además, solo me ha pegado dos golpes, ni que me hubiera roto las costillas —murmuró, haciéndose el ofendido, cruzándose de brazos y haciendo un puchero.

Me mordí el labio, evitando así una fuerte carcajada. Parecía un niño pequeño.

—Prácticamente te hemos tenido que traer a rastras de la enfermería hasta aquí. Jon estaba harto de pasearte de un lado a otro. Además, no creo que tu chófer quiera hacerte de niñera toda la noche.

Él soltó un gruñido, pero no quiso discutir nada de lo que había dicho.

Se volvió a girar hacia la ventana, disfrutando de las vistas de las calles abarrotadas que identificaban el casco antiguo de París y se negó a decir nada más mientras avanzábamos hacia el distrito en el que se encontraba mi casa y, por supuesto, la de mi vecino.

Debimos de estar unos diez minutos así, cada uno mirando por su lado y en completo silencio, hasta que la limusina se detuvo, aparcando en doble fila frente al edificio de Bastien.

—¿Está segura de que van a estar bien? —preguntó el chófer cuando yo ya había salido del vehículo e iba hacia la puerta de Guste para ayudarle a bajar también.

Asentí con la cabeza a la vez que él me ayudaba a sacar a su jefe con cuidado, aunque él se estuvo quejando todo el tiempo alegando que era capaz de andar por sí mismo, algo que en el Carrousel du Louvre había demostrado que era mentira.

—Sé andar —murmuró, cuando agarré su cintura con mi brazo.

—Eso espero, porque no creo que pueda cargar contigo hasta un quinto piso —respondí, viendo cómo el chófer nos observaba dubitativo.

—Llámenme si necesitan mi ayuda, no tardaré en llegar —dijo, cuando Guste y yo ya habíamos empezado a avanzar hacia el edificio.

Volví a asentir con la cabeza, aunque estaba segura de que no hacía falta tanta insistencia. ¿Qué podía pasar?

Saqué las llaves de mi clutch y abrí sin dificultades la pesada puerta de cristal y hierro forjado mientras Guste se apoyaba en sus laterales, antes de entrar.

Como si fuéramos una pareja de ancianos, agarró mi brazo para tener un punto de apoyo y, así, juntos, llegamos al ascensor, que rápidamente nos subió hasta el quinto y último piso, frente a la puerta blanca que, con la segunda llave que tenía guardada, nos abrió paso al interior del pulcro apartamento.

Fue Guste el que encendió las luces antes de soltarme y dirigirse hacia el sofá, como si le hubiera costado horrores el haber llegado hasta allí, dejándose caer con una pequeña sonrisa de satisfacción, permitiendo que fuera yo la que cerrara la puerta.

Solté mi clutch sobre el sillón y, sin dejar de observar a Guste, quien había cerrado los ojos al apoyarse en el respaldo del sofá, me decidí a ir a buscar una toalla al baño para limpiarle la sangre que alteraba la belleza de su rostro.

Abrí varias puertas en mi camino hacia el baño, ya que nunca había estado allí, aunque tan solo me encontré con un armario lleno de abrigos y zapatos y una despensa cerca de la siguiente puerta, que era la de la cocina.

Cuando conseguí llegar a mi destino, ni siquiera me sorprendió que aquello estuviera infinitamente más limpio y ordenado que mi propio baño y no tardé en encontrar una toalla para el rostro que humedecí bajo el grifo a la vez que me observaba en el gran espejo iluminado.




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