Estaba harta de él, de sus mentiras y de su maldito orgullo, que siempre me llevaban a actuar como alguien que yo no era ni quería ser.
Agarré mi preciado cuaderno y lo metí en el bolso ante la atenta mirada de los Selectos y de Claudine, quien había mantenido la boca cerrada desde que había entrado de nuevo en el taller.
Jon no estaba allí, aunque tampoco le hacía falta, porque él era el dueño de todo aquello y el hecho de ir a trabajar no debía de ser absolutamente necesario para él.
¿En qué momento todo se había descontrolado? El trabajo de mis sueños se había convertido en mi pesadilla personal y parecía que aquello tan solo acababa de comenzar, pero yo ya no podía más.
Me colgué el bolso del hombro, dejando la mesa completamente limpia y libre de todas mis cosas y, echando una última mirada a los atónitos de los que habían sido mis compañeros, me despedí.
—Narciso se encargará de contaros lo que ha ocurrido —anuncié, viendo cómo Claudine se apartaba, por primera vez, con la boca cerrada.
Me dirigí a la salida completamente segura de lo que estaba haciendo. Entendía a la perfección la gravedad de estar abandonando mi puesto de trabajo, aquel que me había costado tanto conseguir, pero iba a ser muchísimo más humillante si el que me sacara de allí fuera Narciso, con su soberbia mirada de superioridad, como si pudiera controlarlo todo y a todos, a mí incluida.
Había tardado demasiado en darme cuenta de que no era yo la que no estaba a la altura de Laboureche, sino que era la propia empresa que jamás lo había estado a la mía.
Llevaba tres meses sobreviviendo entre mentiras, volviéndome loca con cada nueva información que se me ponía delante y provocando que alguien como yo, tímida e inocente, se viera corrompida por los deseos del hombre poderoso que había fingido ser Narciso Laboureche.
Apreté el botón del ascensor repetidas veces, como si aquello fuera a ayudar a que las puertas se abrieran más rápidamente y, aparentemente, lo conseguí.
No podía permitirme estar allí ni un segundo más. Mi mayor sueño, mi deseo más profundo, se había visto estancado por haberme visto involucrada en la vida personal de mi jefe —del que ahora sabía que ni siquiera debería serlo, pues el heredero era su hermano— y en su profunda enemistad con sus rivales más cercanos y aquello no me había beneficiado, en absoluto.
Ya no llevaba ningún amuleto sobre el cuerpo, tampoco lanzaba sal por encima de mi hombro cada vez que estaba por salir de mi casa y tampoco rezaba a absolutamente nadie para sentirme protegida, porque era imposible.
Creía que Laboureche iba a ser mi paraíso personal, pero había logrado convertirse en un horrible infierno de emociones del que estaba a punto de huir.
—Agathe, espera, creo que nos hemos precipitado —dijo él cuando las puertas del ascensor se abrieron, como si llevara tiempo esperándome allí.
Probablemente lo hacía.
—He dicho todo lo que tenía que decir, Narciso —siseé, esquivándolo para avanzar por el ajetreado vestíbulo del edificio.
Él no se dio por vencido, pues rápidamente volvía a tenerlo a mi lado, avanzando con mayor rapidez que yo, ya que sus piernas eran muchísimo más largas y él no cargaba con todo su puesto de trabajo a cuestas.
—Pero no puede terminar todo así, he hablado tan impulsivamente que...
—¿Que qué? Has tomado la decisión correcta al intentar despedirme y sé que llevabas muchísimo tiempo intentándolo —le recordé, sin mirarle ni detenerme.
—Pero yo no quería que ocurriera. Era un mecanismo de defensa para esconder la verdad de mi familia para no dañarte a ti ni a tus sentimientos por mí que...
—¿Qué sentimientos? —le interrumpí, sintiendo la necesidad de desviar la mirada hacia él.
Mantenía la barbilla en alto, intentando demostrar que seguía seguro de sus palabras y de sus acciones, cuando estaba segura de que, por primera vez en mucho tiempo, estaba arrepintiéndose de algo por la forma en la que tenía su ceño fruncido y su mandíbula tensa.
—Sabes que te quiero —gruñó, como si le costara horrores recordarlo.
—Y tú sabes que no es verdad —concluí, rotunda.
Intenté adelantarme en mi propósito por alejarme de él, aunque era prácticamente imposible.
Cuando quise salir, fue Narciso el que me sostuvo la puerta, aunque yo hubiera preferido que se hubiera quedado dentro viendo cómo me alejaba.
—Creo que si he sido sincero en algo desde el principio, ha sido en lo que sentía sobre ti, Agathe —murmuró, deteniéndose en el porche cuando yo ya había bajado dos escalones.
—Déjame dudarlo. ¿No ves que ya no puedo confiar en ti? ¿En que nunca debería de haberlo hecho?
—¿Y tú no ves que mis historias familiares jamás han tenido que ver contigo? —explotó, mirándome fijamente cuando me giré para encararle.
—¿Y por qué siento que sí?
—Porque te gusta victimizarte. Vives siendo un alma en pena y disfrutas que los demás nos sintamos inferiores si no te observamos con lástima —rugió, de nuevo, fuera de sí—. No tenías por qué saber que Narcisse era mi hermano hasta que llegara el momento correcto para ambos de desvelarlo y tampoco necesitabas conocer toda la historia de Raquelle por parte de alguien que ni siquiera estuvo allí cuando ocurrió. Adoras tener una excusa perfecta para alejarte de mí ahora, pero la has estado buscando desde que te dije que te quería y eso es porque tienes miedo. De mí, de sentirte querida por primera vez en tu vida, no lo sé, pero me estás desquiciando, Agathe.
Le observé, ciertamente dolida por sus palabras. Le encantaba encontrar los puntos débiles de los demás y meter el dedo en la herida para hacerla más grande y dolorosa, sabiendo que así podría llevar la conversación hacia donde él quería, lo cual, a aquellas alturas, no era algo demasiado claro.
Estuvimos ambos en silencio durante varios segundos, mientras que yo intentaba analizar lo que había dicho para encontrar la respuesta adecuada y él se regocijaba de volver a tener el control.