Querido jefe Narciso

Capítulo noventa y uno

No digo nada y lo digo todo 😏

No sabía cuándo me había quedado dormida en el sofá, con la cabeza de Narciso sobre mi regazo, pensando en cómo en un solo día había destrozado mi vida entera.

Ya no tenía trabajo, ni a Guste, ni nada que valiera la pena en aquel maldito lugar y todo había sido por mi culpa. Había echado a perder mi oportunidad de ser alguien en el mundo en un abrir y cerrar de ojos.

Me despertó el sonido del timbre retumbar en todo el salón cuando todavía no había salido el sol y, sin embargo, el hombre que yacía sobre mis muslos no parecía perturbado en absoluto.

Abrí los ojos lentamente, sintiendo lo pesados que eran mis párpados, evidentemente agotada, para observar la puerta blanca y sin mirilla que había frente a mí, pensando en si aquello había sido solo un sueño.

Tras unos segundos de confusión, el timbre volvió a sonar. No tardé en darme cuenta de que era el telefonillo el que me avisaba, aunque sí lo hice en levantarme.

Solo había una persona capaz de encontrarse en el portal de mi edificio a aquellas horas de la noche, aunque mil razones para hacerlo.

Intenté colocar la ahora limpia cabeza de Narciso en otra posición y sobre el sofá, lo que no me resultó demasiado complicado, y me levanté, con las piernas doloridas, intentando mantenerme en pie aunque mis rodillas temblaran con pavor.

Todavía con la visión borrosa llegué a descolgar el telefonillo y gruñí en respuesta, sin poder controlar ni mi propia voz.

—Abre, rápido, que creo que me está persiguiendo el vagabundo que me ha intentado secuestrar al fondo de tu calle —suplicó una voz grave y masculina.

Mi corazón se detuvo al escucharlo. Era él, no cabía duda, aunque no entendía por qué, después de lo que le había hecho, estaba esperándome en la entrada a mi apartamento a altas horas de la madrugada.

No dudé ni un segundo en apretar el botón que desbloqueaba la puerta de abajo antes de darme la vuelta para apoyar mi espalda contra la pared, totalmente aturdida.

Miré el cuerpo en reposo de Narciso, el que había sido mi jefe hasta hacía menos de un día, que me había ocultado su verdadera identidad para encubrir que él no era el verdadero heredero de Laboureche y que ahora estaba durmiendo plácidamente en mi sofá, envuelto en mi albornoz y sin verse afectado por las dos tazas de café que le había preparado para contrarrestar la borrachera, ante la inminente llegada de Guste Dumont, a quien podía considerar como su rival en, probablemente, todos los aspectos.

Abrí la puerta de mi apartamento antes de que pudiera tocar el timbre y despertar así a Narciso y asomé la cabeza a través del pequeño hueco que había dejado hacia el exterior.

Guste terminó de subir las escaleras, frotándose las manos en los pantalones, recitando alguna frase en voz baja y mirando al suelo, con la respiración agitada.

Mi corazón latía desbordado ante su imagen. La última vez que lo había visto había sido en su despacho, tras haberle llamado por un nombre que no era el suyo al llegar al clímax de lo que para ambos era nuestra primera vez, lo que íbamos a recordar por el resto de nuestra vida.

—Hola —susurré, sonriéndole tristemente, sin saber qué más podía hacer en aquel instante a parte de lo mucho que lo sentía, aunque estaba segura de que él no querría oír aquello.

—Gathe... —dijo él, cuando logró visualizarse entre la oscuridad, medio escondida tras mi propia puerta.

Sentí mi alma romperse cuando él me devolvió la sonrisa, tranquilamente.

—No tendría que haberme ido, yo lo...

—No, por favor, no pidas perdón —me imterrumpió, tras carraspear fuertemente—. Llevo toda la tarde pensando en lo que había ocurrido y yo... Sé que ambos habéis estado juntos y también sé que esta misma mañana te ha despedido, tú has dimitido y has terminado por enterarte de la gran mayoría de sus secretos de golpe, así que puedo entender perfectamente que lo tuvieras en mente cuando... Incluso tras elegirme a mí.

Era imposible que alguien fuera tan bueno, tan puro y tan perfecto como lo era Guste Dumont, que me miraba desde una distancia prudencial con ternura, como si comprendiera todo por lo que yo había estado pasando, cuando el más emocionalmente afectado tras aquella mañana debía de ser él, sin lugar a dudas.

—Yo he tenido la culpa de todo y después he huido. No merezco que estés aquí ahora y que hayas tenido el que ser tú el que ha venido a mí. No te merezco, Guste.

Le observé dibujar una tímida sonrisa en el rostro a la vez que se cruzaba de brazos sobre el pecho, bajando la mirada poco después hacia sus pies, evidentemente nervioso.

—¿Sabes por qué he venido? —preguntó, en un susurro.

—Porque yo jamás habría sido capaz de afrontar mis problemas de no ser por ti.

Él negó con la cabeza.

—Porque te quiero.

Mi mirada se clavó en él al oír aquellas tres palabras que tan difíciles de comprender se hacían para mí, aunque había sido tan espontáneo y natural, tras un momento tan brutal entre ambos, que ni siquiera supe cómo reaccionar.

En ese mismo instante, sentí una mano colocarse sobre mi hombro, provocando que me diera la vuelta instintivamente, sobresaltada, pues había olvidado por completo que Narciso Laboureche había estado todo aquel tiempo dormido en mi sofá.

—¿Piensas en mí? —preguntó, con la voz ronca.

La puerta se abrió por completo cuando Guste entró pegando un empujón, tras oír la voz de mi jefe desde el interior de mi apartamento, lo que provocó que su ira retenida saliera por completo a la luz, agarrando a Narciso del cuello como si fuera un conejo.

Mi jefe, o el que lo había sido, escupió al gemelo en el rostro, alejándolo casi al instante, provocando también que le soltara.

—¿Qué está haciendo éste en tu casa? —gritó Guste, fuera de sus cabales.

Por tercera vez en aquel día de mierda, la había cagado monumentalmente.

A mi jefe se le había desanudado el albornoz, dejando a la vista su ajustada ropa interior y sus marcados abdominales, provocando que mi rostro entero ardiera por la vergüenza, plenamente consciente de lo que podía llegar a parecer aquello.




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