Querido jefe Narciso

Capítulo noventa y tres

Vi cómo la puerta se cerraba detrás de él y de pronto sentí que mis piernas no iban a soportar el peso de mi cuerpo, por lo que iba a caer pronto, abandonada y humillada.

¿Así terminaba todo? ¿Era ese el final que me esperaba? Yo quería luchar por esa pequeña relación que Guste y yo estábamos construyendo, ese camino lleno de baches que auguraba un futuro incierto aunque, en mis sueños, feliz. Sin embargo, eso era lo contrario a lo que estaba ocurriendo. Él se había ido de mi lado por su hermano.

Narciso se adelantó a mis movimientos y me agarró antes de que pudiera lanzarme de rodillas al suelo, dramatizando mis actos acorde a mis devastadores sentimientos.

Sentí sus brazos rodearme, suplicándome que no me dejara vencer por la lástima, aunque ya era tarde para eso. La primera lágrima ya rodaba por mi mejilla y terminó cayendo sobre sus torso desnudo, deslizándose hasta alcanzar el elástico de su ropa interior.

—Mira la parte positiva, al fin podremos estar juntos sin que ningún Dumont se interponga —rio contra mi cabello, como si aquella situación fuera graciosa.

Le obligué a apartarse de un empujón para encararle.

Su maquiavélica sonrisa mostraba lo mucho que estaba disfrutando de aquella absurda escena que a mí me estaba rompiendo por dentro.

Guste, con quien había perdido la virginidad, a quien había besado por primera vez y al único al que le había dicho que le quería, acababa de dejarme después de aquella idílica noche, dejando claro que no siempre ocurren cosas buenas al amanecer.

Y Narciso se estaba jactando de ello, como si hubiera conseguido lo único que quería desde que llegó a mi casa, desde que me besó a mí, desde que besó a Guste.

—Yo no quería que nada de esto ocurriera —dije, encarándole.

Él torció su sonrisa, extendiéndome los brazos para que le abrazara, aunque no lo hice.

—No decías lo mismo anoche.

Esa frase fue suficiente para que, tal como iba, con mi camisón y mis cabellos alborotados, me diera la vuelta y me dirigiera hacia la puerta, siguiendo los pasos de Guste, sin detenerme, obviando la confusa expresión en el rostro de Narciso.

—¿A dónde vas? —preguntó, aunque la respuesta era obvia.

Salí de mi apartamento con las llaves en la mano derecha, pegando un portazo detrás de mí, segura de que, si no era Guste el que regresaba a por mí aquella vez, debía de ser yo quien lo hiciera.

No iba a permitirme perderlo todo en un día. Absolutamente todo lo que apreciaba había desaparecido en las últimas veinticuatro horas y sabía que era incapaz de seguir viviendo de aquella forma si dejaba que todo pasara frente a mis ojos, sin actuar de ninguna forma para que aquello dejara de ser un completo desastre.

Bajé la primera planta con el paso acelerado, descalza, sintiendo la frialdad del suelo bajo mis pies, aunque no me detuve, ni siquiera cuando oí otro portazo anunciando que Narciso había salido detrás de mí.

Aumenté mi ritmo a medida que descendía por aquellos empinados escalones y ni la luz del exterior a través del portal de entrada ni mi autocontrol, evidentemente nulo, fueron capaces de hacerme parar en mi travesía. Lo que sí lo hizo, para mi maldita desgracia, fue la aglomeración de gente que rodeaba mi edificio en aquel instante, impidiéndome ver lo que ocurría más allá de mi portal, como si fuera una verdadera celebridad.

Decenas, por no decir cientos, de periodistas empezaron a sacarme fotos en el instante en el que puse un pie en la calle, apuntándome con sus micrófonos y sus teléfonos móviles, gritando palabras incomprensibles que se difuminaban con el barullo que se había formado en la calle.

—Agathe Tailler, ¿es cierto que has pasado la noche con Louis Auguste Dumont? —preguntó una chica de cabellos dorados, cercana a mí, pegando su IPhone a mi rostro como si aquello fuera a hacerme hablar.

Me quedé paralizada en aquel instante, consciente de que estaba vistiendo un simple camisón con encaje, completamente desnuda debajo de aquello.

Los murmullos empezaron a ser cada vez más abundantes y aumentaron el volumen a la vez que otras cuantas preguntas se formulaban frente a mi rostro, como si aquello fuera a hacerme hablar.

—¿Quién os ha dicho que estábamos aquí? —preguntó Narciso a mis espaldas, anudándose el albornoz a la altura de la cintura, evidentemente cabreado.

De pronto, dejé de ser el foco de atención para cualquiera de los que se encontraban allí.

—¿Te has acostado con los dos hombres más influyentes de Francia? —preguntó la misma chica del principio, emocionada, dando saltos de felicidad por la loca exclusiva.

Narciso me agarró de la muñeca y me escondió detrás de él, como si así pudiera hacer desaparecer la vergüenza que me corroía en aquel instante.

Olvidé por un momento el por qué de haber salido al exterior, pues lo único que ocupaba mi mente en aquel instante eran los flashes de las cámaras y los gritos de los periodistas intentando llamar nuestra atención.

—¿Puede confirmar que comparte vida sexual con su rival y su empleada, señor Laboureche? —preguntó alguien.

Él siguió sosteniéndome por la muñeca, ocultándome tras su ancha espalda, como si así pudiera ocultarme de toda la vergüenza que se estaba apoderando de mí.

—Yo no comparto nada ni a nadie —rugió Narciso—. Y Agathe no es mi empleada, hace tiempo que dejé claro que era la mujer de la que yo estaba enamorado.

Sentí mi corazón latir con rapidez en mi pecho, aunque prácticamente no estaba escuchando nada de lo que el que había sido mi jefe estaba diciendo.

—¿Entonces por qué estaba Louis Auguste Dumont en su edificio? —inquirió otro.

—Él es una incógnita que no tiene sentido en esta ecuación. Agathe y yo somos uno y él... Él tan solo es alguien si tiene a su hermano para respaldarlo.

De pronto, Narciso me descubrió, provocando que, de nuevo, las cámaras me apuntaran a mí y las preguntas volvieran a dirigirse a mi persona. Sin embargo, yo estaba demasiado bloqueada para desmentir lo que fuera que querían saber aquellos acosadores y tampoco pude hacer nada para prever los rápidos movimientos de Narciso.




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