Querido jefe Narciso

Capítulo noventa y cuatro

Volvía a estar en mi habitación, con lágrimas en los ojos y una terrible sensación de agobio que aprisionaba mi pecho y me impedía respirar con normalidad.

Ya lo había perdido todo. Ni siquiera me quedaba mi soñado trabajo para anclarme a aquella ciudad de la desgracia, pues yo misma había renunciado a él.

Frustrada, deshice la cama en la que había pasado la noche junto al hombre que había huido de mí y al que yo misma había abandonado y lancé las sábanas con rabia al suelo, provocando que algo volara bajo el colchón para acabar junto a mis pies.

No tardé en darme cuenta de que era aquella carta, aquel papel de desgracia que había dejado mi madre un mes atrás en mi sofá y que Narciso, cuando todavía se hacía pasar por Narcisse, había leído con interés cuando yo ni siquiera me había atrevido a abrir.

Cogí con rabia el papel, con tentaciones de romperlo en mil pedazos, pero, finalmente, tan solo lo desdoblé.

Leí mi nombre completo en la primera frase, como solo me llamaba mi madre, y, finalmente, me decidí a leerlo, tras tanto tiempo ocultándolo.

Tomé aire y lo expulsé lentamente, intentando calmarme.

Salí al balcón para tomar aire, sin detenerme demasiado a observar la persiana bajada de mi vecino, quien debía de estar en aquellos momentos junto a su hermano, y me senté en el sillón en el que solía pasar tiempo diseñando y soñando despierta, el único lugar de París que podía hacerme feliz en aquel instante.

Abrí la puerta de la jaula de Lady S para liberarla tras más de un día de cautiverio y ella me lo agradeció saltando por todo el balcón, feliz, correteando libremente a mi alrededor, ajena a toda la desgracia que me rodeaba en aquel instante.

Me hundí en el sillón y pegué mis rodillas a mi pecho a la vez que me concentraba en la lectura, algo que jamás me habría apetecido en otras circunstancias.

Odiaba a mi madre por todo lo que me había hecho, porque ella era, en parte, la culpable de mi desconfianza, de mi rencor, de mi dolor interno y de ser siempre la que se dedicaba a huir de sus problemas en lugar de enfrentarlos.

Quise detenerme incluso antes de empezar, pero, tras el horrible día en el que se estaba convirtiendo la noche más especial de mi vida, decidí leer aquella carta escrita a mano y en cursiva, de tan solo tres párrafos de despedida a los que nunca había tenido intención de prestar atención.

"Querida Marie Agathe;

No te conozco y sé que, en parte, eso es culpa mía, pero yo suelo comprender a las personas, entiendo sus pensamientos y sensaciones y también sus formas de actuar, aunque contigo, a pesar de haberte tenido en mi interior durante nueve meses y de haberte soportado otros dieciocho años más, todo es diferente. No comprendo tus motivaciones, lo que te ha llevado a acabar en la prensa junto al hombre más rico de Francia ni por qué estás persiguiendo al otro, al que vive frente ti, en lugar de aferrarte a Laboureche.

¿En qué te has convertido? Recuerdo a la chica que jamás se habría permitido pensar en nada más que en su futuro laboral, en la moda y en sus diseños, en la que no podía tener amigos, en la que jamás le había hablado a ningún chico, la que se marchó de casa a los dieciocho para abandonar a su propia familia. Nunca serás esa chica a la que me habría encantado presentar como mi hija, la que habría antepuesto su pasión a todo lo demás, eres... Decepcionante.

Creo que has hecho bien en echarme de tu casa y de tu vida, porque te estás convirtiendo en alguien sin motivaciones, a quien parece importarle montar un escándalo por lo que pensarán los demás, a una niña llorona que quiere agradar a los que le rodean, a alguien a quien yo no recuerdo haber criado y no quiero formar parte de eso. Habría sido divertido que te hubieras parecido un poco a mí, pero veo que es imposible que algún día llegue a estar orgullosa de ti, Selecta.

Espero que madures algún día y te des cuenta de lo mucho que has perdido por anteponer tus sentimientos a tu razón, para ver que yo he sido la única que hizo bien en toda esta locura, provocando que las miradas se pusieran sobre ti, como clave del éxito y no como parte de tu plan de enamorar a todo el que se te pusiera por delante.

Cuando lo hayas hecho, recuerda que yo estaré allí.

Mamá"

Arrugué la carta formando una bola con el papel y lo lancé con violencia por el balcón, provocando que aterrizara en el estrecho callejón que separaba mi edificio del de Bastien, quien no había levantado las persianas desde que se había encontrado a Guste en mi terraza.

Grité, frustrada, hasta que me quedé sin voz, haciéndome una bola sentada en mi sillón, intentando no llorar como una idiota, aunque era lo único que mi cuerpo necesitaba en aquel instante.

Nunca me habían roto el corazón. Podía no sentirme querida ni aceptada, pero jamás había sentido ese dolor en el pecho que se había desatado con la marcha de Guste, con el beso de Judas que me había dado Narciso frente a todas aquellas cámaras y tras haber leído aquella maldita carta que mi odiosa madre había escrito.

Mi ardilla, asustada por mis gritos, se acercó a mí, saltando sobre el reposabrazos del sillón para olisquearme con su pequeño hocico, siendo aquella la única forma en la que podía demostrar que ella era la que estaba allí tras todo lo que había ocurrido, que ella era la única que me quería de verdad, de la forma más pura e inocente.

La agarré entre mis manos y la abracé contra mi pecho, pese a que se removiera incómoda por la repentina muestra de amor, aunque pronto dejó de hacerlo. Su peluda cola acarició mi brazo mientras yo dejaba caer una lágrima y supe que ella era lo único que me quedaba en aquel lugar que me importaba de verdad, pues todo lo demás había terminado rompiéndose de una forma u otra.

La observé y sentí cómo se me rompía el corazón cuando saltó sobre mis piernas para huir de mis abrazos, aunque quedándose cerca de mí, sabiendo a la perfección que era lo que necesitaba, recordándome que no todo se había terminado, pues parecía haber algo que me quedaba por hacer en París.




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