Querido jefe Narciso

Capítulo noventa y seis

El único sonido que retumbaba sobre todos los demás en la abarrotada estación de tren era el de las cuatro ruedas de mi pesada maleta al impactar con el suelo cada vez que lograba subir un escalón con ella a cuestas.

Un hombre pasó por mi lado, ignorando completamente los serios problemas a los que me estaba enfrentando intentando levantar aquel objeto de treinta kilos con mis temblorosos y poco ejercitados brazos, y yo lo único que pude hacer fue suspirar.

Logré llegar al último de los escalones que ascendían al andén que unía la sexta y la séptima vía, demasiado cansada incluso para llegar donde se encontraba el banco más cercano, así que tan solo me dejé caer sobre la superficie plana de mi maleta, respirando con dificultad.

Me cercioné de que en el bolsillo de mi gabardina azul se encontraba el billete que acababa de comprar, en el que claramente indicaba que había accedido a la vía correcta antes de la partida del tren, a la una y treinta y seis de aquel frío lunes de otoño.

Habían pasado setenta y dos horas desde el peor día de probablemente toda mi estancia en aquella ciudad llena de desgracias y todo había caído en picado desde entonces.

Guste no contestaba a mis llamadas y Bastien no me abría la puerta, aunque estaba segura de que se encontraba en casa, a pesar de que tampoco hubiera levantado la persiana en ningún momento en aquellos tres días, por mucho que yo anhelaba que lo hiciera.

Necesitaba disculparme por haberlos enfrentado y expresar lo mucho que me dolía que ambos me hubieran rechazado tan repentinamente, aunque le hubiera dicho a Guste cuánto le quería.

Mi corazón se encogía cada vez que le recordaba cerrar la puerta, dejándome tirada en mi propia casa a la deriva junto a Narciso, pese a que él hubiera formado parte de todo aquello, tanto de mí como de todo lo que había ocurrido entre nosotros.

"Lo elijo a él", había dicho, rompiéndome en mil pedazos, como si para mantener el amor de su hermano tuviera que destruir el mío.

Estaba claro que no podía haberle importado tanto como me había hecho creer. Todo había sido tan decepcionante, con tantas mentiras, tantos secretos, tantos rechazos y tantas humillaciones.

«Me voy», le escribí a Guste aquella misma mañana, con la esperanza de que pudiera responderme, de que supiera que ya no iba a interponerme entre su hermano y él, dándole unas cuantas horas de margen para que pudiera retenerme, aunque ni siquiera lo había intentado.

Narciso tampoco había dado señales de vida tras la humillante imagen en la que mi mano aparecía impactando contra su mejilla tras su repentino beso frente a la prensa y, aunque hubiera intentado contactar con él, tampoco parecía importarle lo que hiciera con mi vida ahora que él ya no quería formar parte de ella, pues su orgullo era mucho más fuerte que cualquier otra cosa que él pudiera sentir.

Sentí mi móvil vibrar en mi bolsillo y, sin darle ni un segundo, lo saqué, pensando en que podía ser alguno de los hombres a los que había decidido dejar atrás suplicándome que regresara o que, simplemente, no me marchara, que estaba cometiendo un error.

Y, sin embargo y a pesar de que el mensaje fuera de Guste, no quise creer lo que había escrito en aquel escueto mensaje falto de sentimientos, los mismos que le habían caracterizado el día en el que le conocí.

«Adiós, Gathe».

Dejé mi móvil sobre las piernas con las manos temblorosas, mirando al frente, intentando olvidar que aquellas eran las últimas palabras que Louis Auguste Dumont, a quien se lo habría dado todo, me redactaba como si ya no valiera nada.

Todo había terminado de la forma más ridícula y yo no podía evitar culparme de ello.

Si nunca me hubiera acercado a Guste, él jamás habría dañado a su hermano por querer estar conmigo y si yo no hubiera insistido tanto en entrar en Laboureche, Narciso se habría olvidado de mí tan rápidamente que ni siquiera mi nombre podría resultarle familiar.

Me sentía tan mal conmigo misma, con mi errónea toma de decisiones, incluso con el hecho de haber conseguido ser una Selecta, porque todo me había llevado a donde estaba en aquel momento, sola, esperando un tren que no parecía llegar y totalmente destrozada por dentro.

Nadie me quería como yo siempre había anhelado que lo hicieran y seguía siendo la misma chica ridícula con sueños e ilusiones que se marchó de su casa tras comprender que no podía hacer nada más allí si lo que pretendía era ser feliz. Pero yo no lo era. No había conseguido lo único que había necesitado durante toda mi vida y era tan doloroso y frustrante a la vez que ni siquiera aquel horrible mensaje de despedida del hombre que había dicho que me quería podía derrumbarme un poco más de lo que ya lo había hecho yo misma.

La única y válida decisión que podía tomar a partir de aquel momento era la de marcharme y dejarlo todo atrás. Mis sentimientos debían desaparecer y mi culpabilidad debía de marcharse con ellos, porque volvía a estar sola y tenía que aprender a convivir con ello.

Una lágrima rodó por mi mejilla, pero la atrapé con mi pulgar antes de que nadie pudiera advertirla. Debía llamar lo más mínimo la atención y pasar desapercibida hasta que todos hubieran olvidado mi nombre.

Agathe Tailler no era tan solo la Selecta que se acostaba con Narcisse Laboureche y Louis Auguste Dumont para ganar fama o reconocimiento y tampoco era la muerta de hambre que vendía su cuerpo a los hombres más ricos de Framcia para conseguir sus propósitos sin tener que luchar por ellos. Ninguna de las portadas que las revistas habían sacado con mi rostro mostraban a la verdadera Agathe, la que tenía nombre y apellidos, la que huía de la fortuna de aquellos hombres, la que quería desaparecer, la que no quería preocuparse por nadie más que en su propia felicidad en lo que le quedaba de vida.

Había comprendido que el amor en mi vida era el sinónimo del drama y yo tan solo quería vivir en paz, aunque eso significara tener que renunciar a los hombres, a mi familia, a todo lo que me llevaba a anhelar sentirme querida.




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