Querido jefe Narciso

Epílogo

Antes que nada, que nadie me mate, por favor, Santa Ramona me protege (estrellita por la referencia).

Diez meses después

Anduvo con el paso firme sobre sus tacones estampados con aquella falsa piel de serpiente, tan segura de sí misma como siempre lo había estado.

La sonrisa dibujada en sus labios teñidos del rojo más oscuro y vistoso de toda la sala era tan radiante que ninguno de los presentes podía resistirse a obviarla, aunque el contoneo que su cuerpo en forma de reloj de arena realizaba con cada paso distraía la atención de su rostro inocente.

Ondeó sus castaños y lisos cabellos hasta llegar a la mesa de recepción, dejando las quinientas hojas impresas sobre el mostrador, sonriendo en dirección al secretario del hombre que, a partir de aquel momento, tendría el poder absoluto.

—Vengo a ver al señor Gallagher —anunció, colocándose un mechón detrás de la oreja, tan solo para que su goloso perfume hiciera tragar saliva al hombre de piel tostada que se encontraba frente a ella.

—¿Puede decirme su nombre, señorita? —preguntó el recepcionista con dificultad, atragantándose con sus propias palabras.

Ella sonrió un poco más.

—Agathe. Marie Agathe Tailler. He terminado el libro —soltó con orgullo.

El hombre asintió y le indicó el recorrido que debía seguir para llegar al despacho del director de la Modern Couture, aunque ella ya sabía exactamente dónde se encontraba.

—¿Necesita que la acompañe? —preguntó el joven, mirándola, como pudo, directamente a aquellos ojos castaños perfectamente delineados.

Ella negó con la cabeza, recogiendo de nuevo sus más de quinientas hojas y se dirigió al ascensor, segura de que tenía sobre ella más de una lasciva mirada por parte de los presentes.

Que gustaba ser el centro de atención, tan deseada como en aquel momento, a pesar de haber tenido que reprimir aquella necesidad en aquellos últimos  meses.

Subió hasta el último piso, el único en el que los muros habían sido sustituidos por cristaleras y las extraordinarias vistas de París desde las alturas eran la única decoración necesaria para el despacho del director de la revista de moda más importante del país.

—Te estaba esperando, Agathe —dijo Graham al verla, tendiéndole la mano a la mujer que iba a llevarlo al estrellato internacional.

Ella aceptó gustosa el beso que el escocés depositó en sus finos dedos y, acto seguido, recorrió la longitud de la sala para dejarse caer sobre el sillón grisáceo que había frente al escritorio del director.

Se cruzó de piernas lentamente, permitiendo al pelirrojo deleitarse con aquella imagen.

—Espero que no te importe que te haya incluido en la novela como mi frustrado amor platónico y a Paulette como la traicionera arpía que me lo robó —dijo ella, sonriente.

Graham se encogió de hombros.

—Estoy seguro que, de haberte conocido años atrás, ahora serías mía —respondió el escocés con la voz ronca.

Ella puso los ojos en blanco, negando con la cabeza. Estaba segura de que Graham Gallagher había sido tan guapo durante sus años de adolescencia como lo era a sus treinta, con su cabello rojo, sus pecas y sus penetrantes ojos verdes. Era la clase de chico con la que cualquiera soñaría, sin lugar a dudas.

—Puedes decirle a tu mujer que hizo una gran actuación. Parecía que me odiaba de verdad —rio Agathe, toqueteándose el pelo.

Graham se acomodó el nudo de la corbata antes de rodear la mesa y sentarse en su acolchado sillón.

Colocó una mano sobre el manuscrito, ante la atenta mirada de la joven, quien, divertida, no podía parar de sonreír.

El pelirrojo acercó las hojas hacia sí y, dando un último repaso a la mujer que había protagonizado todos sus sueños eróticos desde que la conoció hacía poco más de dos años, leyó en voz alta las palabras escritas en la primera de las páginas.

—Querido jefe Narciso.

Agathe aplaudió, emocionada. Estaba segura de haber elegido aquel título, pese a que se le hubiera ocurrido mientras redactaba la carta que le había enviado a Narciso Laboureche en un acto de locura.

—¿Qué quieres decir con esto? —preguntó Graham, confuso, frunciendo el ceño.

Agathe borró su sonrisa casi al instante, mostrando con frivolidad lo mucho que le había molestado que el escocés no comprendiera su perfecto humor.

—Quiero llamar su atención —respondió en un tono hostil, colocando ambas manos sobre la mesa—. Quiero que sepa que le dedico todas y cada una de las palabras que he escrito, que me culpe por ello de su destrucción.

Graham se mordió el labio inferior, intentando ocultar su emoción. Llevaba tanto tiempo intentando desenmascarar al hombre perfecto que decía ser Narcisse Laboureche que todavía le costaba creer que había conseguido encontrar a la persona perfecta para llevarlo a cabo.

—¿Y qué pasa con los hermanos Dumont? También vas a acabar con su reputación cuando ésto se publique —apuntó Graham, señalando con el dedo índice las hojas que había sobre su escritorio.

Agathe se apoyó en el respaldo del sillón entrelazando los dedos y colocando sus manos sobre sus muslos, hasta donde cubría su ajustado vestido negro.

Graham fingió que aquello no le provocaba ninguna reacción, tragando la saliva que se había acumulado en su boca con dificultad.

—Ellos encubrieron a Narciso, a Narcisse, jugaron conmigo y ambos me abandonaron como si no valiera nada, así que supongo que me da igual lo que les pase —respondió con firmeza, mirándose despreocupada las uñas pintadas de rojo.

Sin embargo, no estaba tan segura de sus palabras como lo había querido demostrar. Tanto Bastien como Guste habian sido dos de las pocas razones por las que había disfrutado realmente de su trabajo. Había llegado a sentir algo por ambos, mucho más allá de lo que su papel le había exigido.

Graham se levantó, se dirigió hacia la estantería sobre la que se hallaba su preciada cafetera y le ofreció una taza a Agathe antes de continuar con su charla. Debía tener claro que ella estaba dispuesta a publicar aquella novela, arriesgándose a todo lo que aquello conllevaba, pues, sino, las cosas podrían acabar muy mal para él.




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