Querido Padre

1.

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«Primer encuentro»

Lena

Pasar por este tipo de lugares siempre me trae malos recuerdos.

Mi vida ha sido un torbellino desde que tengo memoria, pero fue durante mi niñez cuando el caos empezó a doler. Cada vez que me toca caminar por aquí, siento el impulso de arrancarme los ojos. Es como tener un maldito grano en el trasero.

Entro a la librería que está a la otra cuadra, justo al lado de la enorme iglesia del pueblo.
La campanita suena al abrir la puerta.

―Buenas noches, Lena ―dice Julia con esa ironía que ya le es natural.

―Buenos días, señora Dimitrova ―le sonrío, aunque su mirada me perfora como una daga helada―. Lo siento, el metro...

―... demoró en llegar ―termina por mí, como si ya conociera mi guion.

―Sí, exacto.

―Para la próxima, inventa una excusa mejor. Aunque dudo que haya una próxima. Si vuelves a llegar tarde, estás despedida.

¿Qué? No. Ni de broma.

He estado trabajando y viviendo aquí por tres meses. No puedo permitirme echarlo todo a perder por llegar tarde un par de minutos.

―Por favor... usted sabe lo mucho que necesito este trabajo.

―Entonces no vuelvas a llegar tarde ―responde, dándome la espalda―. Arregla los libros nuevos que llegaron esta mañana.

Suelto un suspiro. Maldita sea. Odio esto.

Paso la mañana limpiando las estanterías y colocando los nuevos títulos. Uno en particular llama mi atención.

Toco la tapa dura con suavidad, trazando círculos inconscientes sobre el título:
"El pecado del amor".

Se ve interesante. Lo abro lentamente, aspirando su olor a tinta fresca y papel limpio. Siempre he dicho que no hay nada como el aroma de un libro nuevo. Lo examino con calma, perdiéndome por un instante...

―Lena... ―una voz dulce me saca de mi trance, haciéndome cerrar el libro de golpe.

―Madre ―murmuro. Es la abadesa de la catedral de al lado. Una anciana de unos sesenta años, amable a simple vista.

―Querida, ¿Cómo estás? ―pregunta mientras se acerca para abrazarme.

―Bien, creo ―respondo, aceptando su abrazo con rigidez―. ¿Qué la trae por aquí?

―Vengo por la nueva edición del libro que compré la semana pasada.

―Ya se lo busco.

Camino entre las estanterías hasta la sección de Religión. Me detengo un segundo antes de tocar los libros. Trago saliva. No dejo que se note. Tomo el ejemplar y se lo entrego.

―¿Cuánto sería, cariño?

―Setenta y cinco euros.

Me extiende el dinero y lo registro en la caja.

―Lena, ¿has pensado en unirte a nuestra comunidad? ―me dice con tono maternal―. Te noto triste... Tal vez, al acercarte más a nuestro Señor, esa tristeza se disuelva.

Solo escuchar eso hace que se me erice la piel. Como un frío invisible que me raspa los huesos.

―Quizá algún día ―miento con una sonrisa que ni yo me creo.

Ella busca algo en su bolsillo y saca una tarjeta blanca con bordes dorados.

―Deberías darte una vuelta mañana. Ingresará un nuevo sacerdote a nuestra comunidad. Solo quienes tienen invitación podrán asistir a la ceremonia.

―Gracias, Madre. Tal vez me anime a ir.

―Eso espero, hija.

Da media vuelta y sale. La campanita vuelve a sonar.

Me quedo sola, con la tarjeta entre los dedos. La examino con cuidado... y entonces, una sonrisa... lenta, segura, peligrosa se dibuja en mi rostro.

Bingo.

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Busco en mi armario algo que no me haga ver fuera de lugar. La ceremonia es hoy. Presentarán al nuevo sacerdote de la Catedral.

Aún no entiendo como voy a ir. Solo pensar en entrar a una iglesia me revuelve el estómago.

Odio esos lugares.

Más aún a los hombres que se visten de blanco y se hacen llamar "Sacerdotes", como si la ropa que usan los volviera santos.

Lobos con piel de cordero.

Y la gente... tan estúpidamente dispuesta a arrodillarse ante ellos, como si fueran dioses.

Contengo un suspiro. No vine a confrontar mis fantasmas. Vine a hacer lo que tengo que hacer.

Tomo un vestido largo color rosa palo, ceñido al cuerpo, sencillo pero elegante. Lo combino con unas zapatillas deportivas blancas y una chaqueta de mezclilla clara. Cabello suelto. Natural. Nada llamativo.

Pero igual es inútil. Mi cuerpo, como siempre, atrae miradas aunque yo no lo busque. Coloco mis gafas de marco fino, parte del disfraz que uso para parecer más... común.

Miro el reloj. A las diez en punto es la ceremonia. Y ahora son las Nueve y treinta. Debo moverme.

Salgo del pequeño edificio donde vivo desde que llegué a Bad Bentheim. Las calles ya están llenas de vida. La ciudad se mueve con un ritmo que he aprendido a seguir.

Llego a la estación, compro el boleto, y corro al andén. El vagón está a punto de cerrarse.

―¡Espera...! ―corro, esquivando a la gente, pero justo antes de entrar, tropiezo con alguien. Caigo de espaldas. ―¡Maldición! ―resoplo, molesta, sobándome el codo.

―¿La lastimé, señorita? ―pregunta una voz masculina, grave, educada.

Levanto la mirada... y por un segundo el mundo se detiene.

Madre mía. Ese hombre... ¿Acaso me crucé con uno de esos ángeles que tanto mencionan en la biblia?

Cabello oscuro, peinado con descuido elegante, ojos intensos —no alcanzo a distinguir el color—, labios gruesos, nariz perfilada, mandíbula firme y una barba ligera que solo acentúa ese aire peligroso y seductor.

Es irreal.

Me quedo muda, viéndolo como si lo hubiera imaginado.

―¿Se encuentra bien? ―repite, frunciendo ligeramente el ceño.

Reacciono. Bajo la mirada de golpe.

«¡Dios, Lena, qué vergüenza!»

―Eh... sí... sí, creo que sí ―balbuceo como idiota.




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