Querido Padre

2.

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«Fuego y acero»

Tres meses antes

Freya

El sudor me corría por la espalda, empapando la tela negra del uniforme. Llevaba más de dos horas corriendo en el maldito campo de entrenamiento, y el sol no daba tregua. Cada músculo me dolía, las botas parecían pesar el triple, y las piernas me temblaban como si no fueran mías. No era entrenamiento. Era castigo. Un castigo injusto.

Me dejé caer de espaldas sobre el césped húmedo, tratando de recuperar el aliento. El olor a tierra mojada se mezclaba con el de mi propia rabia. Cerré los ojos por un segundo, solo un segundo.

Beccker.

Ese bastardo me cae como un grano infectado. Y el sentimiento es mutuo. Lo he sabido desde el primer día que me vio entrar a este lugar. Él sonríe como si la autoridad lo hiciera intocable. Y si no fuera porque ese imbécil ostenta el rango de Mayor, ya le habría dejado la cara irreconocible.

«Cuando los superiores hablan, tú te callas.» La voz de mi abuelo resonó en mi mente como una bofetada invisible. Sí, claro. Pero a veces me resulta imposible.

Apoyé el antebrazo sobre mis ojos, buscando sombra y un mínimo descanso mental. La respiración todavía me salía entrecortada.

―Mi capitana ―escuché la voz suave pero insistente de Isabella a mi lado.

―Ahora no. Vete ―gruñí, sin apartar el brazo de la cara.

―Freya, el Ministro General Supremo quiere verte. Dice que es urgente.

―Y yo, como tu superior, te ordeno que te vayas y me dejes en paz.

―No puedo hacer eso, Freya. Esta vez es en serio.

Maldije por lo bajo. Me incorporé con esfuerzo. Isabella me observaba con esa mezcla de preocupación y resignación que ya se le hacía costumbre cada vez que yo abría la boca más de la cuenta.

―¿Otra vez fue Beccker? ―preguntó.

Empecé a caminar hacia el edificio principal. Isabella me seguía de cerca.

―Ese hijo de puta se ofendió porque le dije que era un machito de mierda ―solté con absoluta calma.

Ella se rió, aunque trató de contenerlo.

―Freya, sabes que no puedes seguir provocándolo. No es cualquier soldado, es tu superior.

―¿Y qué? ¿Ahora no puedo decir la verdad?

―Te llamó "la princesita de papi", ¿verdad?

―Exacto. Y por eso, cuando tenga un rango más alto que el suyo, le haré repetir cada castigo que me impuso... pero multiplicado por diez —me detuve frente a una gran puerta metálica con una placa de cristal en la parte superior:

S.G.M. Que significa, Supreme General Minister.

―Y créeme ―añadí, acomodándome el cabello y sonriendo de lado―, voy a disfrutarlo.

Isabella soltó una risa nerviosa y me dejó allí. La secretaria del Ministro, una mujer seca con cara de mármol, me miró de arriba abajo con desaprobación evidente. Estaba empapada de sudor y cubierta de tierra. Genial.

―Capitana Volkov, el Ministro está ocupado. Voy a comunicar que...

Abrí la puerta sin esperar su permiso.

―Me mandaste a llamar, papá ―anuncié, entrando con una sonrisa ladeada. Cerré la puerta tras de mí con tranquilidad forzada.

Espero que ese soplón de Beccker no haya venido a lloriquear.

Frente a mí, de pie junto al ventanal, estaba Ethan Volkov, el rostro y el cerebro detrás de M.A.R.T.E.

Veterano de guerra. Fundador de la organización. Cincuenta y seis años y aún se movía como un hombre de cuarenta. Alto, robusto, con ojos como cuchillas y un temple de hierro. Llevaba más de tres décadas liderando la milicia más temida del mundo.

Para mí, no era el líder supremo.

Era mi abuelo. Mi única familia.

Cuando mis padres murieron en un accidente automovilístico en Moscú, yo tenía apenas ocho años. Lo recuerdo todo con claridad. El coche destrozado. Las sirenas. La lluvia. Los titulares decían que fue un error de frenos, pero mi abuelo nunca lo creyó. Según él, no fue un accidente: fue un ataque. Un mensaje directo de los enemigos de la organización, destinado a debilitarlo.

Desde entonces, él me crió.

A su manera: firme, distante... pero presente. Y para mí, eso bastaba.

El apellido Volkov era sinónimo de poder. Estaba impreso en cada sede de M.A.R.T.E. en el mundo. Nuestra familia no solo lideraba esta organización... la encarnaba.

M.A.R.T.E. —Milicia Autónoma de Resguardo Táctico Especializado— era una fuerza independiente, superior a los ejércitos estatales, creada para actuar donde los gobiernos fallaban, titubeaban o preferían mirar hacia otro lado. Narcos, terrorismo, trata de personas, bioarmas... Si había una amenaza global, nosotros interveníamos.

Su lema no dejaba lugar a dudas:

"La estabilidad no se negocia. Se ejecuta."

Mi padre estaba destinado a reemplazar a mi abuelo en la cúspide de M.A.R.T.E., pero la muerte lo alcanzó antes del traspaso.

Así que él continuó. Y yo... crecí con la certeza de que algún día ocuparía ese lugar.

Ethan se giró al escucharme, su expresión no se ablandó, pero sus ojos sí.

―No puedes entrar así ―dijo, cruzando los brazos―. Estás hecha un desastre.

―¿Y qué hay de nuevo en eso?

―Siéntate ―me ordena con frialdad.

―Papá, si Becker...

―¡Cierra la boca y obedece! ―me grita. Obedezco sin rechistar. A veces podía provocarme un miedo paralizante―. Aún no puedo creer que, teniendo un cargo tan alto, sigas comportándote como una niña inmadura.

―Papá...

―¡No te he dado permiso para hablarme! ―su voz retumba como un disparo, casi me deja sorda―. Te lo he dejado claro muchas veces: en el trabajo, olvídate de que soy tu abuelo. Aquí me llamas como corresponde.

―Mi general, si Becker... ―me detengo en seco al darme cuenta de mi error―. Perdón... quise decir el Mayor Becker vino a...




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