«Confidencial»
Freya
El ascensor privado del penthouse me reconoce apenas escanea mi tarjeta de acceso. Las puertas se cierran con suavidad detrás de mí mientras asciendo a la última planta del lujoso hotel de la familia Volkov, en pleno corazón de Moscú. El penthouse está reservado para asuntos que no deben ser escuchados por nadie más que los que respiran en la misma habitación.
Al entrar, el aire huele a cuero caro, café fuerte y perfume masculino. El lujo del lugar no es ostentoso, pero está en cada rincón: alfombras persas, madera oscura, una vista panorámica de Moscú iluminada por la tenue luz del atardecer.
Ethan Volkov, mi abuelo, ya está ahí.
De pie frente a la ventana, con un vaso de whisky en mano, gira apenas al oírme entrar. Su traje negro perfectamente planchado, la corbata gris oscuro. Su postura firme y la mirada afilada de siempre.
―Por poco llegas tarde ―dice sin levantar la voz, pero su tono lleva la presión de una orden mal disimulada.
Me acerco con la sonrisa apenas marcada en los labios, esa que siempre uso cuando sé que lo hice enojar y no me arrepiento.
―Estaba relajándome ―respondo, sin disculpas―. Necesitaba quitarme el lodo que traía encima.
Me observa con ese gesto de ceja alzada que heredé de él.
Antes de que pueda responder, el sonido agudo del elevador corta el silencio. Ambos giramos al mismo tiempo.
Las puertas se abren y de ellas emergen tres figuras.
Primero entra el presidente de Alemania, con su habitual aire diplomático y su rostro de sonrisa ensayada. A su lado, un hombre robusto, canoso, con el uniforme de gala impecable: el General Klaus Schneider, de la base en Alemania. Detrás de él, cerrando la formación como si fuera una escena coreografiada, entra el Coronel Adrian Koenig.
Mi corazón da un pequeño vuelco. No es emoción. Es reconocimiento. Y fuego.
Se notó en el momento exacto en que sus ojos se encontraron con los míos. La tensión era innegable.
Él está igual... y a la vez distinto. Más maduro. Más marcado. Su barba está mejor definida, y sus ojos verdes, los mismos que una vez me miraron entre sábanas, parecen más peligrosos que antes.
Mi abuelo da un par de pasos hacia ellos y extiende la mano primero al presidente.
―Presidente Rehlinger, es un honor tenerlo aquí ―dice en un alemán impecable.
―El honor es mío, Ministro Volkov. ―Los dos se dan un apretón de manos que impone respeto.
―General Schneider ―saluda luego―. Coronel Koenig.
―Ministro ―responde Adrian con un leve asentimiento de cabeza.
―Permítanme presentarles a la Capitana Freya Volkov, quien estará a cargo de la operación especial.
Mis ojos se posaron un segundo en el presidente, quien me ofreció un apretón de manos y una sonrisa diplomática.
―Bienvenido.
Luego me giro hacia al general, que simplemente asintió con cortesía, sin molestarse en disimular su juicio. Finalmente, el coronel dio un paso al frente, y su sonrisa fue más amplia, como si se burlara del protocolo.
―Capitana Volkov ―dijo con un leve tono juguetón―. Es un... placer volver a verla.
―Coronel Koenig ―respondí con una sonrisa ladeada, sin poder evitar inclinar levemente la cabeza―. Ha pasado tiempo.
Le dedico una sonrisa coqueta antes de avanzar.
Nos movemos hacia la mesa. Una larga estructura de vidrio templado, con asientos de cuero negro. En la cabecera, por supuesto, se sienta mi abuelo. Yo ocupo su derecha. Koenig se sienta directamente frente a mí. A su izquierda está Schneider. Frente a él, el Presidente. Todos toman asiento sin decir una palabra más.
Yo no puedo dejar de observar al coronel. Se ve increíble. Mejor que antes. Hay algo en sus hombros, en su seguridad, en cómo inclina apenas la cabeza al escuchar, que me resulta hipnótico. Aunque ya lo conozco desnudo, ahora mismo me dan ganas de desnudarlo con la mirada otra vez.
¿Ridículo? Tal vez.
¿Peligroso? Absolutamente.
El Ministro General Supremo se aclara la garganta, cortando mi línea de pensamiento.
―Antes de hablar de los detalles ―dice en alemán, con una fluidez intimidante―, debemos sellar este encuentro con un acuerdo de confidencialidad.
Saca un documento del maletín que había a su lado y lo desliza frente a mí con un bolígrafo plateado.
―Capitana Volkov ―dice sin titubear―, ¿está dispuesta a firmar este compromiso sin conocer el contenido de la operación? ¿Acepta voluntariamente los términos de confidencialidad absolutos?
―Sí, señor ―Respondo con firmeza.
No necesito saber lo que dice ese papel. Ya me lo advirtió antes. Y si él confía en esta misión, yo también.
Tomo la pluma, firmo sin temblar, y deslizo el documento de regreso. Koenig me observa con atención, como si estuviera estudiando cada movimiento. No sé si admira mi obediencia o si recuerda otra vez que esa mano, la que ahora firma con frialdad, antes se aferraba a su espalda en la oscuridad.
Mi abuelo asiente.
―Entonces, señores, ahora sí podemos hablar con libertad.
Me acomodo en el asiento, y cruzo las piernas con elegancia. No aparto la mirada del coronel.
Él tampoco lo hace.
El general empieza hablar.
―Hace meses que nuestra inteligencia detectó movimientos anómalos en una región rural de Alemania. Un pueblo sin nombre relevante, sin registros de actividad criminal significativa. Limpio en el papel. Pero bajo ese silencio hay algo más ―saca una tableta del estuche de cuero y proyecta sobre la pantalla empotrada de la pared un mapa satelital―. Esta es la catedral de Heiligenfeld, ubicada en las afueras de Bad Bentheim. Desde hace al menos cuatro años, funciona como fachada para la red de trata de blancas y prostitución infantil más poderosa de Europa Occidental.