Querido Padre

4.

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«Punto de quiebre»

Aeropuerto militar privado, Moscú – 04:47 A.M.

Freya

El aire cortaba como cuchillas. El tipo de frío que no entra por la piel, sino directo al hueso. Amanecía en Moscú y, aun así, todo seguía siendo gris. El hangar principal, con su estructura de acero y concreto, parecía tragarse la poca luz que asomaba por el horizonte.

Caminé con paso firme por la pista. Arrastraba una maleta negra de ruedas y llevaba la de mano bajo el brazo. Abrigo entallado, botas militares, lentes oscuros. Todo perfectamente en su lugar. Como debía ser.

Una azafata se acercó a mí apenas crucé la línea de seguridad.

―Capitana Volkov, bienvenida...

―Llévela en cabina ―dije, entregándole la maleta sin frenar.

Subí los escalones del jet privado del Ministro sin mirar atrás. Sabía exactamente lo que me esperaba dentro. Lujo sobrio. Silencio militar. Y Ethan.

Lo encontré ya instalado en uno de los sillones laterales, revisando su iPad con la concentración que solo él podía mantener a las cinco de la mañana. No levantó la vista. Ni lo necesitaba.

Lo que no esperaba ver era a Julian Rossi, cómodamente sentado al fondo, junto a la ventanilla, con esa expresión de suficiencia que tanto odiaba... y tanto deseaba borrar a mordidas cuando estábamos solos.

«Mierda.»

Ni siquiera al cielo se le da la gana de darme un respiro.

―Ministro. Coronel. ―Saludé con voz neutra. Casi aburrida.

Ethan no respondió. Julian me sonrió como si supiera exactamente qué estaba pensando. Maldito bastardo.

Tomé asiento frente a mi abuelo y acomodé la maleta de mano sobre mis piernas. Abrí el cierre con calma y saqué mi portátil. Hora de revisar pendientes. Aunque no pensaba dejar que mi mente divagara, sabía que durante este vuelo necesitaba mantenerme ocupada, enfocada, fría.

El rugido sordo de los motores me advirtió que el despegue era inminente. Perfecto.

Encendí el ordenador. Reportes internos, movimientos logísticos, estado de las sedes internacionales. Todo debía quedar cubierto antes de desaparecer bajo la identidad de Lena Weber.

Mi móvil vibró.
Notificación nueva.

Julian.
"Te ves jodidamente hermosa."

Ni un gesto. Ni una ceja. Solo deslicé la pantalla y seguí con mis informes. A los segundos, vibró de nuevo.

"Me gustaría arrancarte esa ropa justo ahora."

Levanté la mirada. Mis ojos fueron a él directamente. Le regalé una sonrisa cerrada, breve, seca. De esas que sólo se dan cuando uno está a punto de reventar algo. No le respondí, pero el mensaje fue claro: sigue jugando, y te vas a quemar.

Giré el rostro hacia Ethan.

―¿A qué se debe la presencia del coronel Rossi en este vuelo? ―pregunté con el mismo tono que usaría para hablar de un archivo perdido.

―Está al tanto de la operación ―respondió sin apartar los ojos del iPad―. Participó en las reuniones previas con la Base alemana. Será tu respaldo estos días.

―¿Y luego?

Finalmente, me miró. Corto, pero directo.

―Una vez te incorpores como Lena y cruces la línea de infiltración, él regresará a Moscú.

Asentí. Sin queja. Sin emoción. Pero por dentro, mi mandíbula ya estaba apretada. Otra distracción a bordo. Otro foco de calor en una misión que necesita sólo hielo.

El jet despegó. La presión me empujó contra el respaldo por unos segundos. Luego, la calma. El cielo.

Cerré el ordenador y lo volví a guardar. Crucé los brazos, apoyándome en el asiento, y cerré los ojos apenas un instante.

══════════ ✟ ══════════

Base M.A.R.T.E., Berlín – Alemania

La escotilla del jet privado se abrió, dejando entrar la luz blanquecina del amanecer alemán. El clima era menos hostil que en Moscú, pero no por ello más acogedor. Una línea de soldados formaba un pasillo perfecto frente a la pista, sus botas relucientes alineadas con precisión milimétrica. Rostros firmes, espaldas rectas, mirada fija en mí.

Bajé los escalones sin apuro, con el mentón en alto y el abrigo ceñido como una segunda piel. Sabía lo que veían. No necesitaba preguntarlo. No era solo el respeto por mi rango lo que les tensaba los músculos.

La Capitana Volkov era leyenda viva en M.A.R.T.E. Y también, carne.

Vi a Adrián Koenig acercarse desde el costado de la pista. Alto, impecable, con ese maldito aire de seguridad que siempre había llevado al limite.

Se detuvo a apenas un metro de mí.

―Bienvenida a Alemania, capitana Volkov ―dijo en un alemán perfecto, con esa sonrisa ladeada que conocía demasiado bien―. Es un verdadero placer volver a verla.

Le respondí con una curva leve de los labios. Controlada. Justa.

―Coronel Koenig. El placer es mutuo. ―Cambié el idioma al alemán con la misma soltura.

Un par de segundos bastaron para que el recuerdo de su boca en mi cuello, sus manos en mi cintura, su cuerpo contra el mío, pasara como una sombra fugaz por detrás de nuestros ojos. Pero ambos sabíamos mantenernos en pie sin que nadie lo notara.

Adrián giró hacia el Ministro, que descendía con la misma firmeza de siempre, seguido por Julian.

―Señor Ministro, bienvenido. Es un honor recibirlo en nuestra sede.

Ethan respondió con un breve gesto de cabeza. Julian se limitó a saludar con una inclinación protocolaria.

Adrián alzó un brazo y los soldados a nuestra izquierda dieron un paso adelante, al unísono.

―Estos son los efectivos seleccionados para estar bajo la disposición del coronel Rossi durante su estancia ―anunció.

Soldados entrenados, serios, jóvenes algunos, endurecidos otros. Las miradas eran rápidas, pero ninguna se escapaba de examinarme al pasar. Me mantenía firme, ignorando lo evidente.




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