Querido Padre

6.

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«Primeras cadenas»

Lena

Siento arcadas con tan solo estar parada frente al que será mi “hogar” temporal. No hay alegría en mí. No la habrá. Y aun así me obligo a sonreír. Una sonrisa falsa, forzada, clavada como un hierro al rojo en la comisura de mis labios. Aquí no puedo darme el lujo de ser la chica triste, la desdichada. No.

Este sitio exige una máscara, y yo sé cómo llevarla.

Prácticamente me estoy metiendo a la boca del lobo… y lo peor es que es justo lo que quiero. No hay marcha atrás. No podría echarme atrás, aunque quisiera.

«Solo serán unas semanas», me repito una y otra vez, como si esas palabras pudieran amortiguar el asco que me quema el estómago.

Ajusto la correa de mi pequeña maleta sobre el hombro. Apenas un par de mudas de ropa y artículos de aseo. La miseria mínima para sobrevivir en este encierro.

Respiro hondo y camino hacia la puerta trasera, el acceso por donde, según lo acordado, la Madre Superiora debería esperarme.

Toco una vez. Dos. Tres.

El eco de mis nudillos se pierde en el silencio. Nadie abre.

Frunzo el ceño y estoy a punto de golpear con más fuerza cuando, de pronto, la puerta cede sola. El sonido oxidado de las bisagras me pone los nervios de punta.

Ok… esto ya empieza mal.

Empujo con cuidado y entro sin pedir permiso. Lo primero que capta mi vista es el enorme patio de recreo. Niños corriendo, riendo, chillando. Algunos alegres, otros cabizbajos, como si sus pequeñas espaldas cargaran con culpas que aún no deberían conocer.

Y sin embargo, ningún adulto a la vista.

Según las imágenes satelitales que memoricé, a la derecha deberían estar las oficinas principales. Se supone que allí estaría la Superiora. Enderezo la espalda y camino en esa dirección, repasando mentalmente cada rincón, cada pasillo, cada posible salida.

El lugar está… lujoso. Demasiado. Aunque es una catedral, se nota que aquí entra dinero. Mucho dinero. Columnas recién pulidas, pisos encerados, vitrales restaurados con perfección. Una riqueza que desentona con la supuesta “humildad” de la iglesia. Muerdo mi mejilla por dentro para contener una mueca de desprecio.

Camino por un pasillo interminable, la soledad retumba con mis pasos. ¿Dónde diablos se supone que está todo el mundo? Doblo a la derecha y, de repente, choco contra un muro humano. El golpe me lanza al suelo de culo.

―Mal… ―me muerdo la lengua antes de soltar el insulto entero. Estoy en terreno enemigo.

―Lo siento, señorita Weber.- La voz masculina me suena demasiado conocida.

Levanto la vista. Frente a mí, un hombre vestido de negro: pantalón de sastre, camisa de botones y ese trozo blanco en el cuello que identifica a los sacerdotes. Extiende la mano hacia mí, esperando que se la tome.

Me lo pienso. Por dentro, me arde un único pensamiento:

«Maldito hijo de puta».

Ignoro su mano y me levanto por mi cuenta, con el trasero adolorido. Recojo mi maleta y la acomodo otra vez en mi hombro.

―¿Está bien? ―pregunta, con ese tono entre preocupado y torpe.

Lo fulmino con la mirada. ¿Me caigo de culo y lo único que se le ocurre preguntar es eso?

―¿No es obvio? ―respondo, con una pizca de veneno que se me escapa sin querer. Desvío la vista, recordándome que Lena Weber no puede ser tan hostil.

―Lo siento mucho. De verdad, no quise… lastimarla. ―Da un paso hacia mí, como para ayudarme, pero yo retrocedo.

―Señorita Weber, lo siento si la incomodo. ―Otra vez esa palabra. Lo siento.

«Lo siento. Lo siento. Lo siento.» ¿Acaso no conoce otra frase? Suelto un suspiro y obligo a mi rostro a curvarse en una sonrisa ligera, cortés.

―Disculpe, padre Dominic. No he tenido un buen día. ―La sonrisa se mantiene, dura, en mi boca―. Y no, claro que no me incomoda. De hecho… estoy buscando a la Madre Anneliese. Quedé en verme con ella hoy.

―¿Será usted la nueva maestra? ―Sus ojos se iluminan apenas. Me observa con más detenimiento―. Ella mencionó que alguien vendría… pero no pensé que fuese usted. La Madre Anneliese está reunida con el consejo de la catedral ahora mismo.

―Sí. Seré la nueva maestra.

―Perfecto. ―Hace una pausa, como si tuviera que pensar lo que dice―. La acompaño a su habitación, entonces.

Alzo una ceja, con ironía.

―¿No vendrá ella?

―No… ―balbucea, nervioso, como si mis ojos lo incomodaran―. Ella me pidió que le mostrara los dormitorios personalmente.

Lo analizo un segundo. Alto, hombros firmes bajo la tela negra. Guapo, sí, y con esa torpeza que raya en lo encantador para cualquiera… menos para mí. Me cruzo de brazos y asiento.

―Está bien.

―Sígame.

Camino tras él, mis botas resonando contra el suelo encerado. Su andar es pausado, contenido, como si cada paso lo pensara dos veces. Yo, en cambio, lo escaneo de arriba abajo: espalda recta, el brillo limpio de su cabello oscuro. La rigidez en sus hombros me dice que sabe que lo observo.

Me coloco a su lado. Siento su mirada fugaz en mí, pero no cedo. Permanezco firme, como si nada pudiera tocarme.

En mi mente, sin embargo, retumba la misma frase:

«Bienvenida al infierno, Freya.»

Sigo en silencio por el pasillo. El eco de nuestros pasos se mezcla con el aroma a incienso impregnado en cada pared.

Observo los vitrales iluminados por la última luz de la tarde: santos y vírgenes que parecen inclinar la cabeza para juzgarme. Todo aquí está demasiado pulcro, demasiado preparado para impresionar. Una cáscara brillante que esconde podredumbre.

Él carraspea.

―Espero que se sienta más cómoda hoy, señorita Weber. ―Dice con una cortesía que me suena a ensayo―. Lamento otra vez el mal momento de hace un rato.




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