Querido Santa... ¿me traes una mamá?

Perros, tropiezos y dos coletas.

Hoy comienza el mes más colorido de Brishman & Asociados. Me provoca blanquear los ojos de solo recordarlo. Todos lucen tan felices, tan… ¡vivos!, mientras yo siento que solo existo.

 

Este mes suele recordarnos, a los que no tenemos familia, lo que en realidad pesa la soledad. Me siento como el Grinch de la navidad en mi trabajo, pero me toca disimularlo muy bien si quiero conservarlo.

 

Al menos me crea ilusión acompañar a mi jefa en esta nueva etapa de su vida, donde pronto será mamá. Lucía de Brishman, tendrá lo que, seguramente, será un hermoso varoncito. Le ha ido bien y lo celebro con ella, merecía ser feliz.

 

La pobre perdió a su primer esposo y se encerró en su dolor, sin pensar que el destino le traería un nuevo amor, justamente para estas fechas hace dos años atrás. Lo que comprueba, que a algunos, les sonríe la vida hasta dos veces y a otros ni muecas nos hace. En fin, toca sonreír como siempre y seguir.

 

Me miro al espejo, deseándome buenos días, reviso que todo esté en su lugar, elijo unos lentes de pasta negra y dándole un beso a Clementina, mi perra, una preciosa Schnauzer miniatura, parto a trabajar. El frío de New York en estas fechas suele ser inhumano, pero mentiría si digo que no lo amo.

 

Acomodo mi bufanda y salgo del subterráneo, dispuesta a caminar las dos cuadras que me faltan para llegar a mi navideña oficina, cuando de repente soy arrastrada por alguien o más bien por algo, que se enreda en mis piernas y me empuja, mientras gritos y ladridos se escuchan sin cesar, a la vez que siento, que sobre mí, cae un líquido que…

 

—¡¡Quema!! —grito, buscando quitarme mi empapado y costosísimo abrigo, regalo de mi jefa.

 

Abro los botones del mismo con desesperación, pero al intentar moverme lo que sea que esté atado a mis piernas me lo impide, y es ahí cuando comprendo que voy cayendo al piso donde, seguramente, me partiré algo al caer.

 

—Lo siento, ¿estás bien? —dijo una gruesa voz acompañada por unos brazos trabajados y por un perfume que me erizó por completo.

 

Reacciono y busco recobrar mi equilibrio alejándome un poco de él, viendo como se agachaba a mis pies para quitar de ellos la correa de lo que asumo es su perro, un gran, gran perro, el cual me arrolló hace un momento.

 

—De verdad, lo siento mucho —volvió a hablar—. Brutus, solo corrió e intenté seguirle el paso sin derramar mi café hasta que…

 

—Me atropelló. —mascullé interrumpiéndolo, estando aún en shock, por tan absurda situación.

 

Yo que soy despistada, odiosa, fría, y en extremo rara, me embelecé con la sonrisa del hombre frente a mí. Estas cosas no me pasan con frecuencia, es decir, tengo mala suerte, pero nunca jamás, me había atropellado un perro, el cual, por cierto, tiene como dueño a un hombre muy bonito, por decirlo con educación.

 

—Pues, sí. Digamos que Brutus y yo, te acabamos de atropellar. —contó sin dejar de sonreír, lo que me hacía preguntarme si no le cansaba hacerlo.

 

—No solo me atropellaron, también me bañaron con… ¿café con chocolate? —pregunté extrañada, percibiendo el olor que mi arruinado abrigo emanaba.

 

—Sí, era un mocaccino sin azúcar. Hay que cuidar la salud. —respiré profundamente y acomodé mis gafas, sintiendo la magia acabarse con tan desatinado comentario.

 

Es evidente que el señor belleza, se cuida, por algo corre en las frías mañanas de New York, mientras yo como donas, y me siento en una oficina a tomar litros de chocolate caliente con malvaviscos, como bien lo gritan mis caderas que no mienten.

 

—Claro, hay que acabar con los carbohidratos. —ironicé, sacándome el condenado abrigo, viendo como mi hermosa camisa de seda se había manchado.

 

—Siento lo de tu camisa, podemos ir y te compro una, hay tiendas cerca. —negué, comenzando a caminar. No estaba para ser despedida.

 

—Tranquilo, no es nada que el agua y el jabón no arreglen. 

 

—En serio, me siento mal, por lo que pasó. —su perro ladró y me detuve, solo por ver de nuevo al hermoso animal que no tenía la culpa de pertenecerle a su banal dueño.

 

Me agaché muy poco, ya que realmente era muy grande y acaricié su cabeza. De él fácilmente podrían salir mil como mi Clementina.

 

—Tú no tienes la culpa de nada, gigantón. Solo debes tener cuidado por donde corres. —como si me hubiese entendido, volvió a ladrar, mientras pasaba su lengua por mi mano.

 

—No puedes pasar frío, acepta esto. —pidió su dueño, extendiéndome un suéter que traía amarrado al bolso en su espalda.




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