Quiana “secretos, pasión y vino”

37 HERIDAS INVISIBLES

—¿Estás seguro de que todo va bien, guapo? —indago, sintiendo su mano un poco fría—. ¿Algo te molestó?

—No, para nada —me guiña un ojo con aire despreocupado, como si quisiera hacerme creer que todo está en calma. Luego guarda su teléfono en el bolsillo delantero de mi cartera—. ¿Conseguiste los boletos entonces?

—Sí —asiento—. También me ofrecieron un tour de hora y media, pero les dije que ya tenía al mejor guía turístico de la ciudad.

—Oh, veramente? (¿En serio?) —me regala media sonrisa y me arrastra con él de regreso al Panteón—. Y dime, ¿cómo se llama ese guía turístico del que tanto presumes?

—Fabio —bromeo, sintiendo su suave apretón en mi mano—. Pero su verdadero nombre es Fabrizio. Tiene una labia apetitosa, educada, bastante convincente y una inteligencia privilegiada. Pero… ¿sabes lo que más me encanta de él?

—¿Qué es?

—Esa manía tan divina de combinar el español con su italiano —muerdo mi labio—. Ese acento más su voz varonil… es de admirar. Qué digo admirar, si no tuviera novia, ya le habría pedido casamiento.

—¿Y por qué no le pides que se case contigo justo aquí, en el gran Pantheon di Roma?

—¿Crees que, si le hago una propuesta tan precipitada, la acepte?

—¿Por qué no? —levanta la mirada hacia las imponentes murallas de piedra—. La vida es un riesgo, un experimento. Recuerda que il mondo recompensa a los tomadores de riesgo.

—De eso no me cabe la menor duda —sonrío, disfrutando de la suave brisa que se cuela entre los antiguos muros—. Puede que tome ese riesgo y cometa la locura de pedirle matrimonio. ¿Quién sabe? Quizás sea un bonito regalo de cumpleaños. Mejor que un perfume de Armani o una camisa de marca.

La diversión brilla en sus ojos al escuchar “regalo de cumpleaños”, pero no dice una sola palabra. Solo me contempla con esa mirada que desde el primer momento no ha hecho más que enamorarme. «¿Te imaginas ver esas divinas lumbreras al amanecer? O mejor aún… ¿para toda la vida?» Interroga la voz en mi cabeza atontada al igual que yo.

—No llevamos ni un mes juntos y ya estoy pensando en casarme contigo —dice de repente, deslizando su brazo por mi cintura con una suavidad que me desarma—. ¿Te das cuenta de lo mágica que eres? Sei perfetta.

—¿Y tú te has dado cuenta de que llevamos quién sabe cuánto tiempo aquí afuera y aún no hemos entrado siquiera a visitar aquel domo de casi dos mil años? —sonrío, señalando la entrada—. Creo que todo lo que necesito está justo aquí, en este rinconcito de piedra romana —acaricio su hombro y me acerco un poco más para robarle un beso. Sin prisa, sin ninguna pena—. Es tan bonito saber que, por el momento, usted me pertenece.

—¿Por el momento? —frunce el ceño con fingida indignación—. ¿E perché non per sempre?

—¿De verdad quisieras tener a tu lado a una latina chiflada para siempre? —aprovecho su distracción y dejo un beso en su cuello—. Sería la mejor elección de tu corta, pero elegante vida —le dejo otro beso, disfrutando de su perfume—Hueles demasiado bien hoy. ¿Entramos?

—Sería lo mejor, sí —logra responder, aunque no suelta su firme agarre en mí.

¿Acaso es mi imaginación o he puesto nervioso al gran Fabrizio Girardi? Si no fuera por mis fuertes creencias y tradiciones, ya le habría propuesto que se case conmigo ahoritita mismo. ¿A quién engaño? A estas alturas de la vida, ni él ni yo tenemos nada que perder.

Por otra parte, dicen que lo que tenga que ser, será. Que, por más que pasen mil cosas, uno siempre regresa al sitio donde fue —y es— feliz.

Si algo tengo claro, es que es inútil pretender que no nos pertenecemos.

Cúpula del Panteón

13:54 p.m.

Llevamos casi una hora recorriendo el Panteón de Agripa y aún sigo maravillada por su magnificencia. Justo ante mis ojos se alza la cúpula más grande del mundo.

Desde que entramos, los ojos de cientos de turistas —incluidos los nuestros— quedaron atrapados por el magnetismo de ese gran punto medio. Su diámetro es de casi cuarenta y cuatro metros, igual que su altura. Pesa más de cuatro mil toneladas y, para colmo, fue construida sin una sola armadura de acero en su interior.

¿Cómo es que después de dos mil años sigue en pie, hechizando a cada persona que pisa sus baldosas de mármol? Ni el óculo de San Pedro en el Vaticano ni la cúpula de Brunelleschi en Florencia superan la magnitud y la belleza de esta estructura.

—El óculo permanece sempre abierto —dice Fabrizio, señalando el enorme agujero en el techo—. Por ahí entra la luz… y, a veces, la lluvia.

—¿Y cómo se las arreglan con el agua? —pregunto, todavía con la cabeza en alto.

—Mira el suelo. ¿Ves esos diminutos agujeros? Hay veintidós en total.

Me agacho para tocarlos.

—Adiós al agua —susurro, impresionada—. ¿Te imaginas lo que era ver la luz del sol iluminando a cada dios esculpido en este lugar?

—Sí —sonríe—. Il Pantheon fue uno de los templos paganos más importantes de su tiempo. Aunque, después, el emperador Constantino lo convirtió en iglesia cuando Roma adoptó el cristianismo como fe oficial.

—Aun así, me encanta —suelto un largo suspiro de paz—. Gracias por traerme. Jamás pensé que algún día podría verlo con mis propios ojos. Una lástima que mi madre no esté aquí para admirarlo.

—¿A ella también le piace Roma?

—Sip. Cuando era niña, coleccionaba libros de arte romano. Fue la única herencia buena que me dejó —me encojo de hombros—. Digo, si dejara de lado su orgullo y sus malos tratos, podría estar disfrutándolo tanto como yo ahora —sacudo la cabeza y río, con algo de ironía—. Pero, ¿a quién engaño? Sé que solo vendría si su adorado Astorcito se lo ofreciera.




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