Vigneto Girardi
8:30 p.m.
En esta emocionante y breve existencia, hay muchos adjetivos para describir a un hombre como Fabrizio Alessandro Girardi. Sin embargo, ahora mismo solo uno me viene a la mente, y creo que engloba su esencia a la perfección: elegancia.
Dicen que la elegancia es una cualidad perseguida en casi todos los ámbitos de la vida. Se manifiesta en la forma de vestir, en los modales, incluso en la manera de dirigirse a los demás. Pero cuando se lleva a la arquitectura… esta casa es el claro ejemplo de lo que sucede cuando el arte y la sofisticación se ensamblan a la perfección.
La mansión que Fabrizio construyó para él y su hijo es una exquisitez, un deleite para la vista. Me atrevería a decir que es el sitio de ensueño de muchas mujeres también. Con casi seis mil metros cuadrados, cuenta con una piscina de veinticinco metros, cinco habitaciones con baño privado, un spa, sala de entretenimiento, chimenea, muebles de madera fina, candelabros dorados, pinturas de arte pompeyano y—mi parte favorita—esculturas de Apolo del Belvedere en ambas entradas principales.
La opulencia está presente en cada rincón, pero Fabrizio ha sabido equilibrarla con buen gusto, sin caer en lo absurdo ni en el despilfarro.
—¿La habrás traído aquí? —me pregunto, haciendo énfasis en Clara—. Ojalá que no. Este lugar es demasiado para ella. Además, dudo que encaje en las cláusulas del “novio perfecto” que solo existen en su cabeza.
Doy un ligero suspiro y me levanto del sillón.
—Has hecho un increíble trabajo con tu capital, querido novio italiano —deslizo la yema de mis dedos sobre las columnas relucientes del balcón—. Te das tus lujos y, supongo que está bien. Para eso trabajas, ¿no?
Y sí. Puede darse la vida que desee sin depender de la opinión de terceros. No tiene que rendir cuentas a nadie. Y eso… me parece excelente.
Me acerco al balcón y respiro hondo.
—Si tuviera estas vistas todas las mañanas, no querría moverme de aquí —susurro, maravillada por el sol ocultándose en las colinas, justo detrás de las parras—. El aroma de los pinos solo me trae memorias de ti, amámi Lourdes.
Mi abuela Lourdes siempre fue una gran amante de la naturaleza. Solía decir que el aroma de los pinos poseía propiedades curativas para el alma, que propiciaban el buen humor y combatían la ansiedad del día. Y qué decir del rocío en el campo, el olor a tierra mojada, el canto de los grillos, las chispas volando en el aire de alguna fogata… Son cosas que siempre puso por encima de cualquier bien material. Y me enseñó a llevarlas muy adentro, en el corazón.
«Mi tierra del maíz vivirá siempre en mí. Aquí no soy juzgada, aquí no soy esclava. Aquí soy libre», me dijo una vez mientras recolectábamos teocintle, el maíz silvestre, el grano de Dios. «Recuerda siempre darle gracias al dador de la vida por sus bendiciones. Alégrate con las flores que embriagan, con las aves que parlotean, con la lluvia que nutre la tierra y nos da de comer. Alégrate, Xuráve (estrella), alégrate todos los días».
—Rocío de todos los campos, rocío de sal en el mar… Tu baile hipnotiza la luna y el viento comienza a cantar. Tú enciendes el fuego en la noche, escuchas los grillos hablar… —mi voz voz se quiebra. Canto con el alma encogida, con los recuerdos latiendo en cada palabra, con el amor inquebrantable que me une a ella—Desvistes tu cuerpo y tu alma, para en el agua nadar. Libre serás… para siempre, para siempre.
La melodía es un puente hacia el pasado, un eco de las noches en que su voz me arrullaba con historias del campo, de la lluvia, de la luna. Pero ahora, aunque ella ya no sepa quién soy, aunque nuestras memorias hayan sido devoradas por el olvido, sé que su espíritu es libre.
No puedo mentir: añoro con todo el corazón volver a escuchar sus oraciones, sus anécdotas. Extraño con el alma el calor de sus manos arrugadas en las mías, el aroma a té de anís y pan recién horneado, el sonido de su risa en medio de las milpas. Quizás, en otra vida, nuestras almas vuelvan a encontrarse para revivir todo aquello que nos fue arrebatado.
Lourdes Casilda Atzin Varela es y siempre será mi raíz, mi lazo con la tierra, con lo simple, con lo sagrado.
—¿Cómo se llama la canción que cantas? —la voz de Fabrizio me saca de mi ensimismamiento.
—Rocío de todos los campos —respondo, secándome las lágrimas—. Perdón, a veces la naturaleza me pone algo sensible.
—Está bien llorar —me rodea con sus cálidos brazos—. Las melodías son caricias para el alma.
—Y tienen el poder de traer de vuelta hasta los recuerdos más enterrados.
Él me gira con suavidad, sus ojos recorren mi rostro con ternura y preocupación.
—Hey, preciosa. Mírame. ¿Qué sucede? ¿Por qué estás así? —su voz es baja, envolvente, pero su mirada me desnuda.
—Ella ya no me recuerda, Fabrizio —susurro, dejando escapar la angustia que me quema por dentro—. Mi abuela Lourdes se fue hace mucho tiempo. Ahora solo me quedan las vivencias —un sollozo ahogado se escapa de mis labios—. Y me duele saber que está sola, que mi mamá sigue merodeando cerca de la casa de mi prima. Mi amámi es un alma tan inocente, tan pura…
—Nada malo va a pasarle —sus dedos acarician mi mejilla con delicadeza—. ¿Confías en mí?
—Sabes muy bien que sí —asiento, sintiendo cómo su presencia me ancla a la realidad.
—Antes de que algo suceda, ella estará aquí contigo, en Roma.
—¿Hablas de traerla aquí? —mi voz es apenas un hilo, entre la sorpresa y la incredulidad—. Pero, Fabrizio…