Quiana “secretos, pasión y vino”

40 ¿FLORES BLANCAS O ROJAS?

—Alexa, riproduci Contigo de Germán Valdés —alza la voz y me guiña un ojo—. ¿Bailamos? —me levanta del asiento con suavidad.

—Oraaaa, Fabrizio —me toco el pecho, sintiendo un cosquilleo inesperado—. Mi alma jalisciense ha sido tocada. No me digas que conoces a Tin Tan —abro los ojos, sorprendida, al escuchar la melodía del bolero que me recuerda a las fiestas familiares—. Fue un actor y cantante muy famoso en México, ¿sabías?

—Para serte sincero, no lo conocía —coloca su mano en mi espalda baja, moviéndose al ritmo de la música con excelente fluidez —. Abril me presentó algunas melodías messicane que le gustan, y guardé las que más me atraparon.

—¿También te enseñó a bailar bolero? Porque lo haces demasiado bien —sigo sus pasos, sin soltar su mano.

—Un bolero puede hacer que los enamorados se quieran más —enarca una ceja—. Abril me hizo memorizarlo. Lo escribió un tal Gabriel García Márquez —mordisquea su labio, como si lo recordara con cariño—. Ella adora los libros.

—¡Jesús de Veracruz! Deja de ser tan romántico —suspiro, cautivada por su mirada—. ¿Gabriel García Márquez? ¿Un bolero? ¿Qué sigue, una propuesta de matrimonio?

—¿Te gustaría? —se acerca, su mirada recorre mis labios antes de detenerse en mis ojos.

—Ay, ya vas a empezar a embrujarme con tus encantos —me persigno en broma—. San Clemente, guárdame de este italiano tan coqueto.

—Quiana Rebecca Varela de Girardi —pronuncia mi nombre, como si saboreara cada sílaba—. Hmm, squisito (exquisito) —su risa traviesa aparece, haciéndome sonrojar.

—No tontee con mis sentimientos, señor Girardi. Usted sabe muy bien el desastre que desencadenan sus “sorpresas” —recalco, besando su mejilla, nerviosa por lo que acaba de decir—. Te puedo jurar ante un altar mi amor sincero —canto, sin dejar de sonreír—. A todo el mundo le puedes contar que si te quiero.

—Tus labios me enseñaron a sentir lo que es ternura… y no me cansaré de bendecir tanta dulzura —finaliza con una sonrisa, alzándome en el aire para girar juntos con la música.

La canción me envuelve, y con ella, una sensación indescriptible se apodera de mí. Me pregunto si este es el amor del que hablaba el poeta barroco Francisco de Quevedo: un amor que describe como hielo abrasador, como fuego helado, una herida que duele, pero no se siente.

Si amar a Fabrizio Girardi es una libertad encarcelada, entonces estoy dispuesta a vivir atrapada en él, a vivir mi vida prisionera de su amor.

—¿Qué más harás para convencerme de que eres el ser que tanto estuve buscando en esta zafada vida? —susurro en su oído, sabiendo que ya no necesito más respuestas.

—Quiana.

—¿Qué? Solo piénsalo. ¿Dónde encontraría otro italiano que baile boleros, me consienta con pizza y Coca-Cola en un viñedo sacado de un cuento de fantasía? —sonrío.

—No hay nada qué pensar, bellezza. Ya tengo el boceto de mi camino trazado —entrelaza su mano con la mía—. Solo falta que te cases conmigo.

—Siempre consigues lo que quieres, ¿no es así?

—Y no me cansaré de pedirlo —pellizca mi mentón con una sonrisa juguetona.

—No llevamos ni un mes de conocernos y ya me estás ofreciendo matrimonio. Eres un caso —río, abrazándolo del cuello—. Pero ahora que mencionas el tema, me hiciste recordar a una mujer a la que quise mucho en Guadalajara.

—Te escucho —su mirada se enfoca en mí.

—Su nombre era María Luisa Chávez, una mujer distinguida, de ojos pardos, nariz respingada y piel como el chabacano. Por las noches, ella se encargaba de la recepción en el hospital donde trabajaba antes de conocerte —digo, recordando lo extraño que suena todo—. El primer día que entré a trabajar, cruzamos algunas palabras —sonrío—. Esas palabras se convirtieron en oraciones, luego en minutos de risas durante los descansos que podía tomar, hasta llegar a anécdotas compartidas —me recargo en el balcón, mirando al horizonte—. Una tarde, Ferrer pasó por mí después de mi turno. Allí conoció al hombre del que, supuestamente, me había enamorado y de quien no dejaba de hablar —hago una mueca, aguantándome la risa—. No sabes el sermón que me dio al día siguiente.

—¿Qué te dijo?

El amor debe apestar a kilómetros, pero lo único que percibo en ti es un velorio vacío de flores y cafecito de olla. Mija, ¿de veras estás enamorada de ese prototipo griego? —me suelto a reír junto a él—. Ella llevaba casi cuarenta años casada con el mismo hombre, así que sabía muy bien lo que me preguntaba.

—Cuarenta anni —silba, impresionado.

—Pero aquí viene lo interesante —respondo, sabiendo que esto le va a gustar—. Según lo que me contó, su marido le propuso matrimonio al mes y medio de conocerse, justo a las afueras de la iglesia de su pueblito. Ella aceptó sin pensarlo porque era la persona que llenaba no solo su corazón, sino también todas sus expectativas —alzo los hombros, con una sonrisa—. Los dos apenas pasaban de los diecisiete, ¿puedes creerlo?

Los ojos de mi italiano se iluminan, como si estuviera dándole su total apoyo a María Luisa.

—Tiempo después —continúo—, y a pesar de todas las advertencias que me dio, le mostré mi anillo de promesa. Una baratija que me hizo feliz unos meses, hasta que las mentiras y peleas provocaron que lo arrojara por la ventana de mi camioneta.

—¿Anillo de promesa?

—La función de ese anillo era dar testimonio de la conexión entre dos personas. Un recordatorio duradero de la promesa compartida de construir un futuro juntos —suspiro, mirando sus manos—. La cuestión es que, después de tantas vueltas, entendí que casarse es la expresión más poderosa para decir: Aquí me tienes, lista para hacer de tu vida una aventura y para permitirte que me hagas feliz. ¿Ahora entiendes por qué necesito conocerte más antes de dar cualquier otro paso?




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