Después del famoso “gol que no existía”, Álex no dejó de entrenar. Cada tarde, después del colegio, iba al pequeño campo de su barrio con sus amigos. A veces jugaban descalzos sobre el césped duro, a veces con zapatos gastados, pero eso no importaba: cada balón era una oportunidad para mejorar.
Los vecinos empezaron a notar algo especial en él. Aunque todavía era un niño, Álex tenía un control del balón que parecía innato. Podía driblar a dos o tres jugadores sin perder la posesión, y siempre buscaba pasar el balón al compañero mejor ubicado. Su humildad era tan grande como su talento.
Un día, durante un partido en el barrio, un entrenador local lo observó desde la tribuna improvisada. Se acercó después del partido y le dijo a Álex:
—Tienes algo que pocos niños tienen. Si sigues así, puedes llegar lejos.
Álex, con los ojos brillando, respondió:
—Lo sé… algún día demostraré que puedo ser el mejor.
A partir de ese día, comenzó a entrenar más en serio, siguiendo los consejos del entrenador. Cada pase, cada tiro y cada drible se convirtieron en pasos hacia su sueño. En su barrio ya no era solo un niño jugando: era la promesa del fútbol.
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Editado: 15.11.2025