Edmund Leblanc a sus 24 años había llevado una vida bastante interesante. Aunque a pesar de que no le había faltado nunca nada material, sí carecía de otras cosas. Él trataba de llevar una vida normal—al menos tanto como podía—pues, diferentes situaciones en su vida lo han llevado a tomar difíciles decisiones. El típico cliché de los ricos era cierto. El dinero no era nada comparado a muchas otras cosas de la vida. Por supuesto que era necesario, pero no lo era todo. Desearía que su padre no se enterrara en todo su trabajo, pero había pasado tanto tiempo, siempre guardaba la esperanza de que las cosas cambiaran. Después de todo, ser hijo del gran reconocido diseñador William Leblanc, cabeza y representante de la conocida empresa de moda 'Leblanc' era algo... grande, muy grande.
No lo malinterpreten, no vivía quejándose de su vida. Para nada. Pero era inevitable sentir esa horrible nostalgia cada vez que miraba sus años adolescentes donde su familia estaba completa y su madre seguía con vida. Nada había sido fácil desde entonces, desde hace 7 años.
Su hermana a los pocos meses, con 23 años, se mudó y su padre dejó de ser el mismo, el amor de su vida se había ido. Y Edmund siempre añoro un amor como el de sus padres. De más está decir que después de eso William sólo tenía cabeza para su empresa. A los 5 años de ocurrido el fallecimiento de su madre, Edmund siguió los pasos de su hermana y dejó la mansión para ir a su propio lugar. Su padre insistió en ayudarlo a escoger y en que debería de ser cerca y así lo hizo.
Cuando despertó, al mediodía del viernes gracias al sol que se colaba por su ventana y a los numerosos sonidos de su teléfono que indicaban que le habían dejado muchos mensajes, un fuerte dolor de cabeza llegó a él y recuerdos borrosos rondaban en su mente. Solo recordaba a él yendo donde Camille, la pizzería, el karaoke y luego de eso nada era concreto.
Sus pensamientos fueron interrumpidos por lo que fue el sonido de la puerta de su apartamento siendo abierta y azotada, para luego escuchar lo que parecían ser unos tacones subiendo las escaleras.
De pronto Xana—una chica de 23 años de ojos azules y cabello rubio del cual estaba muy orgullosa, y que era su mejor amiga—apareció a través de la puerta, encontrándose con un Edmund, un tanto, desastroso.
—Dios mío, ¿qué te pasó? —Dijo Xana caminando a través de la habitación rodeando la cama de Edmund, luego se dirigió a las ventanas y las abrió. —Me voy una semana y estás así. No hay duda de por qué no respondías los mensajes.
Edmund se limitó a quejarse y tapar su rostro con la almohada.
—Edmund Leblanc. —Dijo amenazadoramente.
Edmund se siguió quejando y siguió sin abrir los ojos.
—Oooh, tienes resaca. —Xana afirmó. —Nop, te levantas ahora mismo. Debes afrontar las consecuencias.
En eso, nuevamente escuchó la puerta siendo abierta y azotada seguido de un:
— ¡Eddy, ya llegué!
Y ahí estaba Ian, su gran mejor amigo. Ian era alto, de piel morena—detalle que más resaltaba de él, decía que volvía locas a las chicas—, ojos miel y cabello negro.
Ian subió las escaleras e ingresó al cuarto de Edmund. Este inmediatamente visualizó a Xana.
—Xana.
—Ian.
—Ugh. No comiencen. —Edmund se sentó en su cama.
—Alguien está de mal humor. —Medio cantó Ian.
—Tiene resaca.
—Oh. —Ian alzó las cejas. —Bien, ahora cuéntanos todo. ¿A quién matamos? Sonabas desanimado en la llamada y como te conozco tan bien sé que algo anda mal. —Dijo Ian tomando asiento en uno de los sillones del cuarto.
—¿Qué pasó? —cuestionó Xana.
—Es Sarah, ella...
—Ella, ¿qué? —Dijo seriamente Xana.
—Deja que termine. —Regañó Ian y Xana lo miró irritada.
—Me engañó.
Un silencio inundó la habitación. Edmund solo examinaba las expresiones de sus mejores amigos. No tenía ganas de contar nada de lo sucedido pero tenían que saber lo que había pasado.
—Esa pe-
—Wow, lenguaje. —interrumpió Ian.
—No me culpes por tratar de decir la verdad. —Xana se cruzó de brazos.