¿quién es él Culpable?

Capitulo 4

Me senté en una banca perdida en la mitad del parque, rodeada de niños que corrían con la energía que a mí se me fugaba cada mañana. Verlos me inquietaba. Eran como pequeñas profecías corriendo entre columpios, recordándome que mi futuro ahora tenía nombre y forma: dos bebés sin papá conocido.

Esperaba a mi hermano, que había ido “solo un momento” por una leche condensada.
Treinta minutos después y nada.
¿Cómo puede alguien tardar media hora en cruzar la calle y decir:
“me vende una leche condensada”?
La única explicación lógica es que Bill estaba coqueteando con alguna pobre alma que no sabía lo que le esperaba.

Lilian tampoco aparecía. Había dicho que llegaría hace una hora y su teléfono parecía muerto. Esa mujer nunca entiende que necesito saber que sigue con vida para no entrar en pánico.

Suspiro y vuelvo a mirar a los niños en los columpios. Algunos padres corrían detrás de ellos riendo. Yo solo pensaba si sería buena madre, si tendría paciencia… y si el papá, ese fantasma con pene, querría saber que existe.

Ya fastidiada, me pongo de pie y, para variar, un mareo se estampa contra mí con la delicadeza de un camión de carga. Busco algo para sostenerme, pero el universo decide que no. Me preparo para besar el suelo…

El golpe no llega.

—Oh… estoy flotando —murmuro, abriendo los ojos con dramatismo.

Una carcajada retumba.
Sé que no proviene del cielo, pero decido ignorar la lógica por un instante.

—¿Quién habla? —pregunto, mirando el azul infinito como si esperara una nube parlante.

—Un alma en pena que asusta señoritas en parques —responde la voz desde arriba.

—Los fantasmas no aparecen de día, las nubes no hablan y están muy lejos —balbuceo—. ¡Debo estar volviéndome loca!

—Loca sí está, señorita —dice la voz—. Ahora deje de decir tonterías y gire la cabeza.

Obedezco porque no tengo fuerza para desafiar a espíritus o mareos. Y ahí, a solo unos centímetros, aparece un rostro que debería venir con advertencia sanitaria: “mirarlo demasiado causa taquicardia”.

—¿Está usted bien? —pregunta.

—Sí —miento con descaro—. Ahora suélteme, señor.

—Suélteme usted a mí —replica con un tono que huele a cinismo caro.

—Yo no lo estoy tocando, ¿qué le pasa?

—¿Segura? —Levanta las manos frente a mí.
Y ahí están. Sus manos libres...

—Pues… —trago saliva cuando él vuelve a hablar—. Parece que es usted la que esta aferarda a mi como pulpo.

Discretamente retiro mis manos de su cintura —yo ahí, aferrada como si el tipo fuera una baranda de seguridad— y trato de estabilizarme. Poco a poco la sangre vuelve a mi cabeza. Paso las palmas por mis jeans para quitarme el sudor nervioso que surgió de repente.

—Lo siento —murmuro, sintiéndome del tamaño de una hormiga—. Suelo ser histérica.

—Lo noté, señorita —su voz es gruesa, áspera… sexy, esa clase de voz que te obliga a tragar saliva aunque no quieras.

Alzo la cabeza para apartar unos mechones que se pegaron a mi cara y, ahora sí, lo miro bien.
Y santo cielo.

El hombre está guapo.
No guapo normal.
Guapo tipo “me descubrieron escapando de una telenovela italiana”.
Ojos verdes, cabello negro, alto, corpulento, y con esa aura peligrosa que te hace pensar cosas indebidas.

—Una foto te duraría más —dice, y sonríe. Esa sonrisa me lanza un déjà vu directo al consultorio del doctor guapísimo.

—No suelo tomarle fotos a desconocidos creídos —respondo, examinándome las uñas como quien no quiere morder la tentación.

—Eso no suena como un agradecimiento, señorita —protesta—. Le acabo de evitar un impacto directo contra el concreto. No me considero un caballero andante, pero… algo de gratitud sería bonito.

Y tienes razón, guapo.
Lástima que mi orgullo es tan grande como mi panza futura.

—Gracias —suelto finalmente—. Si me hubiera caído al piso… me hubiera pasado algo…

Pero dos voces aparecen interrumpiéndome.

Giro y encuentro a mis dos hermanos —porque Lilian es mi hermana por adopción de la vida— corriendo hacia mí como si fuera el último bus del día, cada uno desde una dirección distinta, señalándome y gritando al mismo tiempo.
Qué vergüenza.
Estamos en un parque público, carajo.

Me fijo en Bill y le agradezco en silencio a todas las Vírgenes, Marías, Ángeles custodios y santos olvidados del cielo: viene con mi bendita leche condensada.

—Aquí tienes tu dulce de leche —dice jadeando—. Me demoré porque había un chiquillo entrometido que no dejaba de hablar y no se decidía…

—¡Sabes que vivo de la manutención de mis padres que están a miles de kilómetros! —le responde Lilian, cruzándose de brazos—. Y ese dinero no alcanza ni para un bus. Me tengo que adaptar a la velocidad del transporte público… ¡Odio el transporte público!

Ambos hablan al tiempo, discuten, se pisan las frases, comienzan a empujarse como dos gallitos de pelea. El chico guapo los mira con diversión absoluta, como si estuviera viendo un circo gratis.

Ya es suficiente.

—¡Basta! —troné la voz tan fuerte que hasta los pájaros se callaron—. Parecen guacamayas borrachas.

Ellos se quedan quietos.
Aprovecho y le arrebato la leche condensada a Bill con la precisión de un ladrón profesional.

Me concentro tanto en mi tesoro dulce que olvido por completo a los espectadores del parque, al hombre guapo, al mareo… a todo.

No entiendo cómo una embarazada puede sentir esta devoción por la comida.
Es casi religioso.

Estos niños van a ser golosos.
Seguro sacaron eso del papá…
el muy desgraciado.

—Señorita, ¿ha vuelto a dejar este mundo su mente? —la voz del hombre guapo vuelve a traerme al espacio-tiempo.

—¿Tú quién eres? —pregunta mi hermano, siempre listo para pelear con el viento.

—Hola, soy Derek. La señorita casi se desmaya, solo la estaba ayudando.



#325 en Novela romántica
#138 en Chick lit

En el texto hay: humor, romance, amor

Editado: 05.12.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.