Nina
Llego a mi casa como un fantasma.
La puerta se cierra detrás de mí sin hacer ruido, como si la casa entendiera que no estoy para grandes sobresaltos. Todo está en silencio: mamá seguramente sigue en el trabajo, y mi hermano debe estar por ahí desperdiciando su juventud con responsabilidad selectiva.
Voy directo a la cocina.
No busco comida; busco consuelo.
Y lo encuentro, porque la vida puede ser cruel… pero mi refrigerador jamás falla.
Agarro una cuchara y un pote enorme de helado de chocolate —mi amuleto emocional— y subo las escaleras como un alma en pena. Me recuesto en la cama abrazando el pote como si fuera mi tabla de salvación, y miro el techo con la mirada perdida.
La verdad me cae encima como un cubo de agua fría:
las esperanzas de encontrar al padre de mis hijos estaban por el suelo, tan enterradas que ni arqueólogos las hubieran hallado. Nunca perdí las ganas, pero racionalmente… ¿cómo diablos iba a encontrar a alguien cuyo rostro no recuerdo? Era una ecuación sin solución. Una operación imposible.
Y aun así, la vida —la muy cómica, absurda y maniática vida— decidió que el padre de mis hijos estaría más cerca de lo que jamás imaginé.
Me río sin ganas.
O quizá lloro con risa.
Ni sé.
Ya lo peor pasó, me digo mientras abrazo el helado como si fuera un amante fiel.
Lo que tenga que ser… será
Mientras los días van pasando
Lucho contra la autocompasión como quien pelea con un dragón imaginario. Sigo trabajando, sigo respirando, sigo fingiendo que estoy bien. A veces funciona, otras no.
Hasta que una mañana, apenas cruzo la puerta de la agencia, soy arrastrada por Christian como si fuera un saco de papas emocional. Lilian viene detrás, igual de confundida.
Nos mete a su oficina y cierra la puerta con un ímpetu que solo presagia desastre o milagro.
Christian tiene una expresión extraña…
esa mezcla entre “soy un genio” y “estoy a punto de hacer algo ilegal”.
Después de media hora de escuchar su plan —que no es precisamente brillante, pero tampoco tenemos mejores opciones— está eufórico, gesticulando como si hubiera encontrado la fórmula secreta de la Coca-Cola.
—¿¡TODO CLARO!? —pregunta al final, como si fuéramos agentes secretos a punto de infiltrar la CIA.
Yo solo asiento.
Lilian también.
No porque lo entendamos, sino porque oponerse es inútil.
Christian respira profundo… y lo suelta:
—En quince minutos está aquí.
Nada de llanto, Nina.
Cuando lo veas, actúa normal.
Me dan ganas de reír.
O de tirarle el escritorio encima.
¿Normal?
Ni siquiera sé cómo se escribe esa palabra ahora mismo.
—¿Todavía no perdonas lo del restaurante?
La verdad es que lleva una semana entera reprochándome cada vez que puede.
—Nooo… —responde Christian, frustrado porque su novio no le ha dado ni un segundo para molestarlo—. Esta es la situación más inverosímil en la que he estado.
—Este tipo de cosas solo le pasa a un porcentaje muy pequeño en el mundo, y por supuesto ahí teníamos que estar nosotros —murmura Lilian con esa voz cansada que la hace ver tan tierna—. Cuando lo encontremos lo mato. Les juro que lo mato. Estas estúpidas uñas que Christian me obligó a usar van a sacar un par de ojos.
—No, cariño… —responde él con una calma que contrasta con el desastre que somos—.
Esas hermosas uñas que exaltan tu elegancia no van a sacarle los ojos a nadie. Y mi hermosa modelo no va a matar ni una mosca.
—No quiero ser tu súper modelo, quiero ser tu asistente —gruñe ella, haciendo una mueca adorable—. Se suponía que necesitabas dos.
—Nina ha demostrado que puede con todo.
Se acerca y le levanta la barbilla con un gesto profesional y dramático.
—Y tú, nena… la cámara te ama. Te necesito frente a ella, no detrás.
Yo observo la escena con el corazón tibio. Lilian brilla. Brilla aunque reniegue.
Quisiera que viera lo hermosa que es siempre, no solo cuando una cámara se lo recuerda.
Él ya no la ve como asistente: la ve como su descubrimiento.
Las marcas la quieren. La buscan. Christian mandó las fotos a escondidas y ahora ella tiene propuestas por todos lados.
Aunque refunfuñe, cada día sus ojos brillan un poco más.
—Eres hermosa, Lilian —le digo mientras beso su cabeza—. Déjame el anonimato a mí.
Christian da una palmada teatral.
—Bueno, niñas, atención. Cuando llegue Josué lo atiendes tú, Nina. Le dices que me espere cinco minutos. Luego tú, Lilian, apareces. Te sientas a su lado. Tratas de coquetearle. Y ahí entro yo, los interrumpo, hago mi escena, lo presiono. ¿Entendido?
Lilian abre los ojos como si le hubieran pedido que resolviera física cuántica.
—¿Coquetear? ¿Cómo se supone que se hace eso?
Christian se lleva la mano a la frente y resopla.
—¿Dónde las tenían guardadas? ¿Bajo una piedra? La virgen embarazada y la modelo mustia… Voy a tener que corromperlas o se las van a comer vivas allá afuera —me señala—. Bueno, solo a Lilian, porque a Nina ya se la comieron y ni cuenta se dio.
—¿Christian, debo reírme para no llorar? —lo miro indignada—.
Definitivamente debería llorar.
—Ay no, ya no más lágrimas. Soy tu jefe y te ordeno no llorar más.
Agarra a Lilian de la mano, la lleva hasta el sillón y la sienta como si fuera una muñeca fina.
—A ver, practica. Te acercas… le dices: “hola, guapo, ¿cómo te llamas?”… y sonríes. No dejes de sonreír. Él admira las sonrisas.
Lilian muestra los dientes como una piraña elegante.
—Voy a sonreír hasta que me exploten los cachetes.
Suspira.
—Dios santo… voy a matar al padre de esos bebés. Mira en lo que me ha convertido.
Da una vuelta impecable, porque ahora, gracias a Christian, tiene que vivir como modelo profesional:
cabello perfecto, ropa perfecta, uñas perfectas, postura perfecta, cejas perfectas…
Ella parece lista para una portada.
Yo parezco lista para una ecografía.