NINA
Hace veinte días sé muy bien quién es el otro implicado en esto de que yo esté embarazada.
Aún sigo un poco en el limbo, sin poder creer todo lo que pasó aquella noche.
Aceptar que Derek es el papá resultó más fácil de lo que pensé. Me bastó analizar todo desde el principio para entender que no es tan grave. Ya estaba embarazadísima, eso es un hecho sin reversa.
Lo malo era que no tenía ni idea de de quién estaba embarazada; bueno, eso ya quedó resuelto.
Y el padre es Derek.
Está bien… lo es.
Al menos puedo intentar hacerme creer que lo conocí antes. Digo, los momentos que hemos pasado cuentan como historia. Eso es lo que les voy a decir a mis hijos.
—Pasa el maldito teléfono, Nina —gruñe Christian—. Son las ocho de la mañana y ya comenzaron.
Pongo los ojos en b
—Debes contestar el teléfono, Nina. Solo son abogados siguiendo órdenes. Además, es para acomodar el futuro… ¡Nina, por Dios! —
Sí, claro. Me ha quedado clarísimo: el hombre ha decidido ser un padre financieramente responsable y ya. Lo demás, lo que sus hijos realmente necesitan, parece no entrar en el paquete.
—Lo entiendo… pero aún no han nacido y él ya quiere estipular visitas cada seis meses. ¡Maldita sea! Ni siquiera es él, manda gente —escupo las palabras, drenando frustración.
Puedo ver la compasión en los ojos de Christian. Y aunque sé que intenta ser un buen amigo entre ambos lados, no me hace sentir mejor.
Sé perfectamente que Derek no iba a saltar de alegría por dos hijos de sopetón, y menos de alguien que apenas conoce. Pero al menos esperaba algo de empatía.
Me enoja que para él parezca tan fácil: solo doy dinero y mi vida no cambia, mientras que la mía sí va a ser otra completamente distinta.
Yo quiero un padre para ellos, no uno de papel.
Y si las cosas siguen así, no vamos a tener una relación sana como padres de los mellizos.
Paso el resto del día cumpliendo mis labores en la empresa, pero la preocupación sigue martillando: ¿hasta qué punto se convertirá mi embarazo en una olla de presión?
—¿Aún no te has ido? —escucho que Lilian me habla.
—¿A dónde? —pregunto.
Ella tuerce los ojos.
—La cita, Nina. Hoy tienes control. —Me mira como si fuese obvio—. Recuerda que habíamos quedado en que ibas sola porque no te puedo acompañar. Tengo que cumplir con las benditas fotos… Cristian me está enloqueciendo.
—Ahora eres la estrella de la agencia —me burlo con cariño—. Lo estás haciendo de maravilla. —Lo digo justo cuando me lanza una mirada de reproche—. Tienes muchas marcas detrás tuyo y eso tiene al jefe saltando en un pie.
—No sé si prefiero verlo extasiado por los contratos o estresado por problemas. De todos modos es un grano en el culo —dice. Me río, porque es cierto—. Anda, ponte en marcha. Tienes que ver cómo están mis sobrinos.
Entrar a la clínica me provoca sensaciones extrañas, un sabor amargo difícil de ignorar. Con la nueva novedad, no estoy segura de si debería seguir yendo con mi doctor bombón.
Sentada en la sala de espera, cuento los minutos hasta que llaman mi turno.
—Nina Cranston.
Como tantas veces anteriores, tengo ganas de salir corriendo.
La idea de cambiar de médico me tienta de una manera peligrosa.
Me sudan las manos.
Es la primera vez que voy a ver a Octavio sabiendo que su hermano es el papá de mis bebés.
Siento que me ahogo.
Con la poca calma que tengo, me levanto y camino hacia el consultorio.
Apenas entro, la atmósfera cambia por completo.
—Hola —digo, sin más. No tengo idea de cómo dirigirme a él en estas circunstancias.
Octavio me mira y hace un gesto para que me siente. Obedezco.
—¿Cómo te has sentido, Nina? —pregunta, completamente profesional.
—Bien —respondo, aunque tengo que esforzarme para escuchar mi propia voz.
—¿Molestias?
—No, la verdad se portan bien conmigo estos bebés —intento sonreír, pero sé que lo que se forma en mi cara es una mueca.
La siguiente media hora transcurre con una normalidad casi absurda. Él se concentra en revisar que todo el embarazo esté evolucionando bien; sus manos, sus preguntas, su tono… todo igual que siempre.
Pero yo siento que me estoy partiendo en dos.
Al final, cierra el expediente y respira hondo.
—Quiero hablar contigo de algo muy importante.
La palabra importante me aterra.
—¿Pasa algo? —pregunto de inmediato.
—No, tranquila. Todo está perfecto —dice, pausado, como si buscara que yo entendiera cada sílaba—. Digamos que la manera de llevar tu proceso de gestación va a ser distinta a partir de ahora.
Antes de que pueda replicar, continúa:
—No vas a tener que pedir citas ni pagar nada. Todo lo relacionado con el embarazo ya está contemplado y organizado —me mira, como si esperara una reacción que no llega—. Desde ahora, vamos a cubrir todos los gastos.
Me quedo viéndolo como si estuviera diciendo incoherencias.
—Todo lo que has pagado hasta ahora en la clínica será consignado en una cuenta para cualquier necesidad de los bebés.
—¿Disculpa? —tartamudeo—. Lo que acabas de decir, sin ánimo de ofender… me parece una tontería.
Octavio agarra mis manos con suavidad.
Su voz baja un tono.
—No necesitas gastar, Nina. Mis sobrinos no son una factura más para esta clínica.
lanco. Estoy hasta la madre de esas llamadas; cada día es lo mismo.
Yo no espero ni anhelo que él ame a sus hijos desde ya, pero sí pido un poco de respeto hacia los bebés.
—No quiero. Mis hijos no son una transacción de dinero —mi voz suena histérica, incluso para mí.
Desde el día en la discoteca no he tenido comunicación directa con Derek.
La primera vez que contesté una de esas llamadas por poco me desmayo: eran sus abogados, creando reglas, definiendo cuánto dinero iba a recibir mensualmente y estipulando qué vida iban a llevar los bebés.