DEREK
A pesar de haber intentado durante la última semana convencerme de que nada estaba pasando a mi alrededor, los múltiples sermones de mi hermano y la maldita voz de mi conciencia —sí, descubrí que tengo una— no me daban tregua.
No quiero ser padre.
Pero lo voy a ser, quiera o no.
Y aunque me esté muriendo de pánico, tenía que enfrentarlo.
Enviar abogados, papeles y mediadores no era lo correcto. Lo entendí por fin.
La brisa me golpeaba la cara como cachetadas por cobarde, por creer que todo podía solucionarlo desde una distancia segura.
Desde que Octavio tiró las fotos de los bebés en mi cara, siento los pulmones encogidos. Respiro mal, duelen las costillas y el miedo se me instala en la garganta como un nudo que no pasa.
Miré mi reloj.
Faltaba poco para las seis.
Según Christian, a esa hora salía Nina todos los días.
Y entonces la vi.
Caminaba envuelta en un abrigo de felpa blanco, vaqueros y unas botas que combinaban con ese abrigo.
Sin poder evitarlo, sonreí.
Parecía un oso de peluche.
Crucé la calle con pasos rápidos.
—Nina —la llamé.
Sus ojos, enormes, sorprendidos, se clavaron en mí.
—Hola —saludó, desconcertada. —¿Hola? —repitió, como si no lograra creer que estaba allí frente a ella.
—Tenemos que hablar —dije con cautela.
—¿A qué debo agradecer tu gesto tan noble de querer hablar conmigo? —disparó, con esa ironía dulce y afilada que la caracteriza.
Aunque su comentario me incomodó, no tenía derecho a reprocharle nada.
Podía leer la duda en sus ojos, la desconfianza, la barrera.
Y la entendía.
La verdad…
yo tampoco sabía cómo tratarla.
Ni cómo pararme frente a esta realidad sin temblar.
Pero debió sentir la súplica escondida en mi voz, porque finalmente asintió.
Aceptó hablar conmigo.
Y ese gesto, tan simple, me atravesó como un golpe directo al pecho.
—¿Y tus abogados? —fue lo primero que soltó cuando nos sentamos en la mesa de una cafetería cercana—. ¿Acaso están retrasados?
Suspiré pesado.
—Creo que… debemos hablar los dos solos —le dije, irritado—. Es necesario.
—¿Y qué te hizo llegar a tan profundo razonamiento? —respondió con esa ironía fina que me desespera y me derrite al mismo tiempo.
Intenté no mostrar mi nivel de desesperación e intolerancia.
—Entiendo tu actitud —y era verdad—, pero también debes tener en cuenta que esto es sorpresivo para mí. No es excusa, lo sé, pero… solo puedo decirte que todavía no me hago completamente a la idea.
Ella suspiró y me clavó la mirada.
—Pues la que los carga soy yo, Derek. No es como si para mí esta fuera la vida que tenía planeada. Mi vida también se puso en jaque, y tengo que hacer lo posible por acomodarla a mi nueva realidad.
Sus palabras me golpearon.
No había pensado en lo que ella estaba sintiendo.
Eso me convertía directamente en un desconsiderado egoísta.
—¿Por qué no atendiste a los abogados? —pregunté torpemente.
Ella me miró como si acabara de ganar el premio a la pregunta más estúpida del siglo.
—¿Por qué crees, Derek? Los bebés ni siquiera han visto la luz del día —alzá las cejas—. Todo tiene su tiempo. Son bebés, dos seres humanos… no pelotitas que vamos a turnarnos para jugar con ellas.
Tragué saliva.
—Eso no es lo que pretendo con los abogados —dije, con un suspiro que me salió del alma—. Nunca me planteé tener hijos. No quiero tener hijos. Y todavía no… no los quiero tener. Aun así, me voy a convertir en padre. Vienen dos. Quiero todo acomodado. Soy un tipo grande, Nina, no me voy por las ramas. Y los dos sabemos que estos bebés no son deseados ni mucho menos queridos…
Las palabras me ardieron en la lengua, pero tenía que ser honesto.
—…así que pretendo que, por lo menos, tengan una vida decente.
NINA
Trato de que sus palabras no lleguen a lo profundo de mi corazón.
Sé que yo sí los quiero, sé que estos bebés ya son mi todo… pero lo que acabo de escuchar no es lo que una mujer embarazada necesita oír.
Él no está diciendo que jamás vaya a quererlos, pero piensa únicamente en cumplir una obligación económica para compensar sus faltas.
Yo solo quiero un poco de interés por ellos.
Son dos vidas, dos pequeños seres que no tienen culpa de nada.
—Derek, creo que esto no va a funcionar. Lo tengo clarísimo —le digo con toda la sinceridad del mundo—. Escucha lo que estás diciendo. —Estoy usando toda mi fuerza de voluntad para no perder los estribos con este idiota—. Aunque no quieras y aunque no los vayas a querer, son tus hijos.
Resoplo, el dolor se me mezcla con la indignación.
—Y sí, vienen… pero no fue su decisión. No es justo que pretendas ignorarlos justificándolo todo con dinero.
Estoy furiosa.
Muy furiosa.
¿Cómo no puede ver que la peor parte me la voy a llevar yo?
—Son personas, como tú, que tienen tu sangre. No son multas de tránsito que vas a diferir en cuotas mensuales para que no te frieguen.
Me levanto de la silla y salgo de ahí sin mirar atrás.
Esto va a ser muchísimo más complicado de lo que imaginé.
Afuera, busco un taxi.
Una mano me detiene.
—No hemos terminado de hablar —dice él, con esa voz llena de frustración.
—Yo sí. No voy a hablar de mis hijos con alguien que no los quiere. Aunque seas su padre, prefiero a tus dichosos abogados. Mándamelos cuando quieras. —Tiro de mi brazo para soltarme y me alejo unos pasos—. Aléjate.
—¿Cómo quieres que sea padre de los hijos de una mujer… de una niña que no conozco? —me reprocha, dolido y torpe, como siempre que no sabe qué sentir.
—Pues yo voy a tener los hijos de un tipo que tampoco conozco —escupo—. Que ni siquiera me acuerdo de haberme acostado con él. ¿Crees que esto es difícil para ti? Pues te informo que para mí no está siendo una ida a Disneyland. Por Dios, tengo veintitrés años. Dejé congelada la universidad, trabajo por ellos, no tengo un techo propio donde meterlos, vivo con mi mamá… y voy a llegar a esa casa con dos personas más —lo señalo con los dedos mientras hablo, temblando de rabia—. Tú tienes tu vida resuelta. Tienes dinero. Y con eso piensas resolverlo todo.