NINA
Si alguien viniera y me preguntara qué superpoder quisiera, respondería sin pensarlo: ojos en la espalda.
Y no por vanidad ni por paranoia… sino porque hoy me habrían salvado la vida.
Los necesitaba.
Me estaba muriendo por ver quién entraba por esa puerta detrás de mí.
Me ardía el cuello de tanto contener las ganas de girarme.
La ansiedad no me dejaba respirar.
Añoraba que se abriera la puerta y él apareciera.
Lo más disimulada que pude, miré el reloj de mi muñeca.
Quince minutos de consulta.
Quince minutos sin señales de Derek.
No le había pedido que viniera, no esta vez.
Me preparé mentalmente para asumir que no lo haría; ya me había repetido mil veces que no podía esperar más de él…
y aun así lo estaba esperando.
Como una tonta que no aprende.
—¿Emocionada? —la voz de Octavio me sobresalta.
Ni siquiera escuché su pregunta anterior.
Con esa sonrisa suave que parece hecha para tranquilizar almas rotas, continúa—: ¿Emocionada por ver a los bebés?
Sonrío. No tengo opción.
Octavio hace eso: te ablanda sin pedir permiso.
—Porque yo sí —dice con un brillo que me derrite—. Me muero por saber qué son. Es emocionante pensar que la familia crecerá. Derek y yo llevamos mucho tiempo solos… y este panorama nuevo, lleno de bebés, es una luz.
Sus palabras me golpean en el pecho, pero no de dolor, sino de ese calor suave que no sé manejar.
Octavio los acepta sin dudar.
Los ama sin conocerlos.
Los espera como si fueran un regalo.
Mi madre, mi hermano, Lilian, Christian, su novio…
todos están emocionados.
Y lo agradezco.
Pero su padre…
Derek…
él sigue sin mostrar emoción.
Solo angustia. Solo preocupación.
Acepté esa preocupación como un primer paso.
Uno pequeño, tímido, imperfecto…
pero era algo.
Solo que yo ya quiero más.
Mucho más.
Aunque me aterra admitirlo, lo quiero todo de él.
—Vamos a ver a mis muchachos —dice Octavio, poniéndose de pie.
—Claro que sí… —respondo.
Quisiera haberlo dicho mirándolo a los ojos.
Agradeciendo, sintiendo, conectando.
Pero no.
Estoy mirando la estúpida puerta.
Esa maldita puerta que no se abre.
La puerta por donde espero que entre él.
Me acomodo en la camilla, levanto mi blusa y dejo a la vista mi barriga redonda. Octavio coloca el papel sobre mis pantalones con esa delicadeza suya que siempre me desarma.
Cuando todo está listo, suelto un suspiro que me quiebra por dentro.
Se siente como si el corazón se me rompiera en cámara lenta.
Me obligo a mirar la pantalla.
Octavio pasa el aparato frío sobre mi abdomen y ahí están… las primeras imágenes.
Las sombras, las formas, los movimientos diminutos.
Y mis ojos se llenan de agua.
Con un demonio, tengo ganas de llorar.
Más que eso: quiero que él esté aquí.
Me siento sola, tan sola que duele.
—¡Desconecta el teléfono, Octavio!
El grito nos hace sobresaltar.
Volteamos al mismo tiempo.
Él está ahí.
Agitado.
Respirando rápido.
Vestido con un traje de tres piezas negro que le queda como si lo hubiera inventado él mismo. La camisa negra, la corbata negra.
El cabello perfectamente peinado.
Tan guapo que parece una provocación.
—Me escapé de la reunión con los nuevos inversionistas —dice mientras cierra la puerta con seguro y cruza la sala como si algo lo persiguiera—. Les dije que necesitaba un minuto en el baño.
Llega al escritorio, toma el teléfono fijo y empieza a desconectar cables como si el aparato tuviera la culpa de algo.
—A nadie le pareció importante que tenía una ecografía —continúa, indignado—. Y para rematar, tampoco me creyeron que estoy en la dulce espera. Como dice Christian cada cinco minutos, la gente puede ser… insensible.
Yo solo lo miro.
Y parece mentira.
Mentira verlo aquí.
Mentira que haya venido corriendo.
Mentira que haya salido de una reunión solo para estar en este cuarto.
Exhala fuerte, como si al fin pudiera respirar.
Luego camina hacia mí.
—Hola —dice.
—Hola… —respondo, con la voz al borde de quebrarse.
Se acerca más.
Me da un beso casto en la frente, tan suave que me calienta el alma.
Después se sienta a mi lado y toma mi mano. No solo la toma: la envuelve entre las suyas, como si quisiera asegurarse de que no me escape.
—¿En qué estaban? —pregunta.
Octavio continúa con lo suyo, moviendo el transductor con la misma calma profesional de siempre.
Pero yo… yo estoy hecha un manojo de nervios.
Se siente como si fuera mi primera ecografía, mi primer vistazo a ellos.
Hoy todo tiene un significado distinto, uno que pesa más que mis cinco meses de panza.
En la pantalla aparecen las dos manchas que son mis hijos. Dos vidas. Dos latidos. Dos futuros.
Vuelvo la cabeza y miro a Derek.
Su rostro es una máscara impecable, sin una sola emoción visible.
Pero sus ojos… sus ojos están clavados en el monitor como si el universo entero dependiera de esa imagen.
Eso basta.
Eso me derrite.
Sus dedos aprietan mi mano.
Despacio primero.
Luego con una fuerza silenciosa que me desarma por dentro.
¡Dios santo!
Voy a llorar.
Parpadeo rápido, espantando las lágrimas, como si pudiera engañar a mis emociones.
Quince minutos después, cuando Octavio termina, afuera del consultorio no aguanto más.
—Tengo que hablar algo muy serio contigo, Derek.
—Pero no puede ser ahora —dice, irritado—. Dejé gente muy afanada esperándome. ¿Puedes esperar?
—No.
Rueda los ojos.
—Si el libro que me obligaste a leer —alza una ceja con una ironía impecable— no especificara que la mujer lleva toda la carga, ya te hubiera metido en un carro directo a tu casa.