NINA
¡Es un imbécil!
Y lo peor es que ni siquiera debería sorprenderme. Desde que lo conocí supe exactamente qué era: un imbécil, un idiota, un auténtico bobo. Pero nunca lo puse en la categoría de mentiroso. Técnicamente no me ha mentido, lo sé, pero igual me siento burlada. Engañada. Ridícula.
No había sentido esto jamás. Este golpe en el pecho, este sabor a traición. Sé que es absurdo, que entre nosotros no hay una “bendita relación”, pero aquí estoy, sintiéndome como la basura más triste del universo.
¿Casarse?
¿Él?
¿Derek, hincando rodilla ante alguien?
¿De verdad?
El aire se me va otra vez. Cierro la boca y empiezo a contar mentalmente como si eso pudiera devolverme el equilibrio. No aparto la vista de la carretera; no quiero verlo ni de reojo. Si giro un centímetro voy a toparme con su perfil, con esa tranquilidad fingida que me da ganas de arrancarle los ojos.
La señorita Smith dijo que él dejó de llamarla hace cinco meses. Bien, punto para mí: significa que ahora no tiene ninguna relación con ella. Me aferro a eso como idiota. Pero hay algo más, algo más oscuro que me está rompiendo la cabeza.
Yo tengo cinco meses de embarazo. Exactamente veintitrés semanas.
Eso es más de cinco meses.
¿Nos acostamos cuando él todavía estaba con ella?
¿Fui la otra?
¿Soy tan estúpida?
Y lo peor: yo, mentalmente, ya había empezado a catalogar esa noche como especial. Especial. Qué patética. Otra raya más para la colección de desgracias que llevo acumulando desde que este hombre llegó a mi vida.
—¡Detente! —le grito.
Frena de inmediato.
Abro la puerta como si me quemara y salgo. Necesito aire. Necesito huir de él. Me inclino un poco, creyendo que voy a vomitar, pero no. Al levantar la cara solo encuentro un cielo cubierto de nubes negras. Ni siquiera tengo un rayo de sol para aferrarme.
Y, sin aviso, las ganas de vomitar se transforman en lágrimas.
Espesas.
Calientes.
Humillantes.
Me caen por toda la cara y ya no puedo detener nada.
—Nena… —¿por qué me habla? No quiero que lo haga. Su brazo rodea mis hombros y, con un movimiento lento, me atrae hasta apoyar mi espalda en su pecho—. Tranquila.
No quiero su consuelo. ¿Cómo se supone que el que me provoca el dolor pueda calmarlo? Es absurdo. Cruel. Pero igual me rindo por un instante. Solo un par de minutos. Apoyo la cabeza en su pecho y agarro su brazo con las dos manos, aferrándome como si eso pudiera sostenerme.
—¿Mejor?
No. Claro que no.
Pero lo que sale de mi boca es:
—Sí.
Respiro hondo, tragándome todas las palabras que de verdad quisiera decirle.
—¿Me puedes llevar a casa? A casa de mi madre.
Lo aclaro porque no quiero malentendidos, no esta vez. No ahora. Él no dice nada; ni un comentario, ni una queja. Solo asiente. Yo hago el intento más miserable de una sonrisa antes de separarme de él y volver al auto. Derek tarda un minuto en entrar y ponerlo en marcha, como si también necesitara recomponerse.
Cuando llegamos, me bajo sin mirarlo, dedicándole un adiós flojo con la mano. Ni fuerzas tengo para más.
Entro en la casa de mi madre. Está vacía, silenciosa. Subo despacio las escaleras, arrastrando los pies. En mi habitación me cambio la ropa por una pijama y me meto bajo las sábanas, hecha un ovillo, como si pudiera esconderme del mundo. Como si desaparecer fuera posible.
—Nina… —abro los ojos con pesadez— ¿Cómo estás?
—Terrible —fuerzo una sonrisa para mi amiga.
—Derek me llamó desesperado. Me dijo que estabas mal y me rogó que corriera a verte.
—¿Hizo eso?
—Sí… —su sonrisa traviesa brota como si se hubiera robado un dulce—. Chantajeó a Christian para que me diera la tarde libre.
—¿Cómo fue eso? —esa historia sí me interesa, considerando lo obstinado, dramático e histérico que es mi adorado jefe.
—Le dijo que, si no lo dejaba salir, cancelaría cualquier contrato con la agencia, que ya había otra empresa interesada, y que le importaba muy poco romperle el corazón porque, al final, su cuenta bancaria no sufriría ni un rasguño… a diferencia de la de la agencia.
—Me hubiese encantado ver la cara de Christian.
—Fascinante —se carcajea—. No tienes idea de cómo amé bajarme de los tacones a una hora decente, aunque estas uñas son mis prisioneras —las mueve frente a mi cara, dramática como siempre.
—Debes estar en el paraíso sin tacones —me burlo—. Además, amas tus uñas. Y admítelo… te está gustando este mundo del modelaje.
—Me está encantando el sueldo —responde sin pudor—. Nunca pensé ganar tanto. Ya no dependo de mis padres.
Suelta un bufido, se quita los tenis, el abrigo, y se acomoda a mi lado en la cama.
—Vamos a mirar el techo y hablar un poco de todo. —Respira hondo—. ¿Qué pasa con Derek?
Dispara sin anestesia.
—¿Qué pasa con Octavio? —le lanzo la bala de vuelta.
—Touché.
Reímos ambas.
—Creo que odio y quiero a Derek en las mismas proporciones. —Hablo yo, porque Lilian siempre necesita unos empujones para abrir el pecho—. Me he acostumbrado a él de una forma casi absurda… considerando que cuando lo conocí me pareció un grosero y un idiota. Y recordé la noche que estuvimos juntos.
Lilian silba.
—¿Ya tienes los detalles?
Asiento.
—¿Me los vas a contar?
—Mágico —admito, y puedo sentir cómo eso la sorprende—. No tengo más adjetivos para esa noche. Él fue como un espejismo… y quisiera encontrar ese Derek en el Derek actual, pero siempre termino topándome con su versión idiota.
Lilian suspira.
—Me asusta y me atrae Octavio en las mismas proporciones… Paso la mayor parte del tiempo huyendo de él, pero por dentro lo anhelo. Y cuando sé que está en el mismo lugar que yo, me descoloca, pierdo el control, me quedo sin aire.
—A mí me está matando lo de la tal señorita Smith. Dijo en mi cara que iba a casarse con Derek. —Noto cómo me aprieta el pecho al repetirlo—. Esa información me estropeó el alma. No quiero verlo. Y para rematar dijo que cómo era posible que él fuera a ser papá… con una niña como yo.