NINA
—Podría irme a un hotel mientras consigo un lugar.
No quería decirlo. La frase me quemaba en la lengua. Pero mi cabeza insistía en que era lo correcto, que si mi madre había decidido sacarme de su casa de forma tan abrupta, eso no significaba que Derek tuviera que hacerse cargo de mí… aunque en el fondo eso fuera lo que más anhelaba: su protección.
—No tengo más opciones —termino diciendo.
Me acomodo entre sus brazos buscando sus ojos, necesitando una respuesta que no sé si quiero escuchar.
—Voy a fingir que no he escuchado lo que acabas de decir, Nina —su voz es dura, firme, y ni siquiera intenta mirarme.
—¿Por qué? Estoy siendo razonable.
Él bufa, ese ruido seco que anuncia que está perdiendo la paciencia. Siento cómo sus brazos se tensan a mi alrededor, cómo su respiración se vuelve pesada, profunda, casi dolida.
—No tengo dónde ir, debo solucionar…
Sus brazos me aprietan, más fuerte, con una brusquedad que no asusta, solo detiene mi caída.
—Deja de hablar, ¿quieres?
Y por instinto, obedezco.
Sé que él se ha encariñado con la idea de los bebés, eso es evidente, pero en el fondo de mi alma deseo que también me incluya a mí. No quiero que haga las cosas por obligación ni por culpa. Sus hijos son suyos… pero yo no. Y no quiero que me cargue solo porque la vida nos atropelló juntos.
El dolor por lo ocurrido con mi madre sigue caliente en mi pecho, ardiendo. No entiendo en qué momento se llenó de rencor, cuándo se volvió tan dura, tan implacable. No es la mujer que me crió con amor y paciencia. No sé qué la quebró… y esa confusión me desarma.
El alma me duele. Pero no puedo dejar que esto me destruya. No estoy sola. Mi mano acaricia mi barriga; ahí está mi fuerza. Y entonces otra mano, grande, cálida, se posa encima de la mía.
—No hables, por favor —dice él, en voz baja.
Concentro mi atención en los dos que van adelante. Piloto y copiloto, rígidos como si fueran parte del asiento, en completa quietud. No se miran, no hablan, pero sus manos están entrelazadas sobre el muslo de Lilian. Él, firme, con la vista clavada en la carretera. Ella, con los ojos cerrados, respirando lento, como si estuviera protegiéndose del mundo. No hacen ningún gesto evidente, pero se sienten… se sienten demasiado. Hay algo profundo latiendo ahí, algo que ninguno quiere nombrar.
Me acerco un poco, solo lo suficiente para que mis labios rocen el oído de Derek.
—¿Sabes qué pasa ahí?
—Muchas cosas —responde sin apartar la mirada de mí.
Me bastan esas dos palabras para entender que este no es el momento de seguir escarbando.
Al entrar a la casa, Derek me sujeta de la cintura como si temiera que me desvaneciera en el aire. Su agarre firme me sostiene más de lo que admito.
—¿Cómo estás? —pregunta Lilian en cuanto llegamos a la sala.
—Cansada… quiero dormir y olvidar esta noche.
—Todos queremos eso —interviene Octavio, con una calma que parece quebrada por dentro.
Me quedo en silencio unos segundos, recogiendo valor, ordenando el temblor de mi voz.
—Yo… quiero pedir una disculpa por el comportamiento de mi madre —digo al fin—. Jamás la había visto así.
La mirada paternal de Octavio es un bálsamo. Tiene ese don extraño de hacerte sentir protegida sin invadirte.
—No pasa nada… es una madre —dice con esa serenidad tan suya—. Supongo que así reaccionan cuando se enojan y no entienden las decisiones de sus hijos. Ya se le va a pasar, créeme. No creo que ninguna abuela pueda negarse a sus nietos.
Intento sonreírle, aunque el alma la tengo hecha un nudo.
—Nina, no pienses que acabas de salir de tu casa —continúa—. Tómalo como la llegada a un nuevo hogar. Porque esta es tu casa. Métetelo en la cabeza. Así como lo es para mis sobrinos. Nada de hoteles… —alza una ceja para evitar que abra la boca— ni buscando dónde quedarte. Aquí está tu lugar. No te permito preocuparte por nada.
Cada palabra es firme, amorosa, contundente. Octavio tiene esa forma de hablar que no admite dudas, pero sí calma. Es imposible no quererlo. Es imposible no agradecerlo.
Es imposible no sentir que él es, y será, es el mejor tío del mundo.
—¡Gracias! ¿Alguna vez te he dicho lo espectacular que eres, Octavio?
—¡Gracias! ¿Alguna vez te he dicho lo espectacular que eres, Octavio?
—No —responde riendo—. Pero podría escucharlo… y más si mi hermano está presente.
—Creo que todo el encanto se fue contigo. Literalmente. A Derek le tocó muy poco —por primera vez en toda la noche estoy riendo de verdad—. ¿Sabes algo? La primera vez que te vi me pareciste guapísimo, y me robaste suspiros muchas veces.
Derek gruñe a mi lado, como si no pudiera evitarlo.
—En mis pensamientos siempre has sido el Doctor Bombón, mi amor platónico —agrego con descaro—. Y ahora entiendo por qué me parecías tan conocido… y tan guapo. Me recordabas a Derek.
Octavio ríe, ese tipo de risa cálida que alivia.
—Han pasado años desde el último piropo. Gracias, Nina.
—De nada —me doy vuelta hacia Derek, que está tenso como un resorte—. Ya que no me van a dejar salir… necesito recostarme. ¿Dónde voy a dormir?
—De nada… —me vuelvo a Derek—. Ya que no me van a dejar salir, necesito recostarme. ¿Dónde voy a dormir?
—Ya sabes dónde… —su respuesta es seca. Supongo que se refiere a su habitación. Y la verdad sea dicha, no quiero otra.
—Me siento como la mierda… —mis ojos vuelven a llenarse de agua al recordar a mi madre. ¡Dios, no esperaba eso de ella!
—Vamos a hacer algo —dice con calma sorprendente—: ve a la habitación, busca algo cómodo, échate un poco de agua en la cara… y, por favor, trata de estar tranquila por los bebés. ¿Sí?
No me salen las palabras; solo asiento.
—Lilian, ayúdala —añade Derek, y deja un beso breve sobre mis labios antes de salir con Octavio.