NINA
—¿Una cita? —un calor extraño, casi infantil, casi ridículo, me estalla en el pecho. Aprieto el teléfono entre las manos como si así pudiera contenerlo—. ¿No es algo raro?
No necesito verlo. Sé que está sonriendo. Esa sonrisa silenciosa que a veces me desconcierta, otras veces me derrite y casi siempre me enfurece.
—¿Por qué va a ser raro? —pregunta con una tranquilidad que me irrita y me conmueve al mismo tiempo. Hay mil razones para que sea raro, pero ninguna se me acomoda en la lengua—. Vamos a cenar a un lugar lindo, con música suave, y hablamos. No hemos hecho nada como se supone que se debe hacer.
La gente se conoce… tienen citas… pasa el tiempo… años incluso… y luego vienen los niños.
Aquí todo ha sido al revés.
Las hormonas me juegan sucio. Siento cómo algo dentro de mí se quiebra con suavidad. La garganta se me aprieta. Qué humillación llorar por un hombre que dice exactamente lo que necesito oír.
—Quiero darte todo eso, Nina —continúa, y su voz se vuelve más baja, más honesta—. Momentos que guardes. Momentos que atesores. Cosas que algún día puedas contarles a los niños.
Respiro tan fuerte que hasta yo me sorprendo del ruido. Él lo debe haber escuchado. No me importa.
—¿Cómo puede un idiota decir este tipo de cosas? —pregunto, y la voz me tiembla entre risa y llanto.
Es lo más sincero que puedo ser.
Es lo más enamorada que he estado sin admitirlo.
Él ríe —Soy un idiota, claro que sí, pero nunca he dicho que no puedo ser galante con la mujer que me gusta.
—Tonto…
—Damisela.
La risa se me escapa. Por supuesto que iba a elegir un apodo tan absurdo como él. Y por supuesto que iba a hacer que mi corazón se derritiera igual.
—Nina… necesito una respuesta, tengo que trabajar —dice, con esa mezcla de prisa y ternura que me desarma.
—Sabes que es un sí…
—Escucharlo de ti me acelera el corazón…
Y sin darme oportunidad de reaccionar, me cuelga.
Me quedo mirando la pantalla como una completa idiota, con los ojos ardiendo otra vez, con la respiración enredada en la garganta, llorando como si acabaran de darme una noticia capaz de partirme y reconstruirme al mismo tiempo.
—¡Ya no más! —la voz atronadora de mi jefe me rompe la burbuja.
Christian está frente a mí con los brazos cruzados, viéndome como si fuera un rompecabezas mal armado.
—¡Ya no más! —la voz estruendosa de mi jefe me arranca de golpe de mi mundo—. Te vas a secar, Nina. No puedes llorar por todo. Te paso que llores por un poema, o por una taza de café —señala mi vaso vacío—, la cual deberías entender que no puedes tomarte —tuerzo los ojos—. Pero llorar mirando el celular… al menos que te haya llamado Derek y haya dicho alguna idiotez.
Se queda petrificado.
—¿Hizo eso? —niego con la cabeza.
—Entonces fuera lágrimas —suspira como si cargara el peso del planeta—. Tenemos problemas.
Mi espalda se tensa. Lo miro con la atención que me queda viva en el cuerpo.
—Es Lilian.
Me pongo de pie de inmediato, no sé ni cómo, con el tamaño de barriga que cargo.
—¿Qué le pasó? ¿Dónde está? ¡Dime!
—¡Soo, yegua! —me mira como si yo fuera un caballo desbocado—. Llegó unos minutos después de que te fueras. Se encerró en maquillaje y no ha vuelto a salir.
Mi corazón cae de golpe.
Mi cabeza empieza a armar conexiones demasiado rápido.
Algo pasa.
Algo grave.
Y Octavio… Octavio es el único eje alrededor del cual puede girar algo así.
—No sé si tenga algo que ver —continúa Christian—, pero ayer estuvo un buen rato con Octavio en su camerino. Y después él la sacó de ahí cargada. Literal, cargada como un bebé.
Siento cómo se me aprieta el pecho.
—Ese era el afán… —murmuro—. Por eso quiso quedarse con Derek a solas. Iban a hablar de Lilian.
—¿Afán? ¿Hablar de Lilian? —Christian abre los ojos como si le hubieran dado un golpe—. Nina… ¿qué pasa exactamente entre ellos?
No le respondo, porque no tengo respuesta. Hay demasiado y al mismo tiempo nada que pueda explicar.
Salgo volada a buscarla. O al menos lo intento. La barriga no me deja dar pasos largos ni rápidos, pero aun así camino hasta quedarme sin aire.
Ella me necesita. Y eso basta.
—¿Lilian…? —toco la puerta con suavidad primero—. Soy yo, ábreme mi Lili, estoy aquí.
Silencio.
Vuelvo a tocar, esta vez con la voz rota.
—Hermana, estoy aquí contigo. Ábreme, por favor… —mi respiración empieza a desordenarse—. ¿Lilian?
Miro a los lados buscando ayuda, pero no hay nadie. Empiezo a sentir el temblor en las manos, el ahogo familiar del miedo.
Entonces, como una aparición, veo a Christian venir corriendo hacia mí.
—¡No abre! —logro decir, casi sin voz—. No se escucha nada.
—Calma, no llores —levanta sus manos como si pudiera detener el derrumbe—. Tengo las llaves.
—¿Por qué no empezaste por ahí? ¡Abre rápido!
Él fuerza la cerradura y apenas gira la llave lo empujo sin pensar para entrar primero.
—Mi niña… —susurro apenas cruzo la puerta, porque el miedo ya se me desbordó—. Mi Lili…
La sala de maquillaje está casi en penumbra; una luz débil, aburrida, cansada de existir, cae desde algún rincón y apenas nos deja distinguir el lugar. Todo parece fuera de sitio. Desordenado. Abandonado. Como si el cuarto hubiera respirado una angustia ajena y la hubiera dejado ahí suspendida.
Me llevo la mano al pecho; el corazón va demasiado rápido.
Miro de un lado a otro hasta que la encuentro.
Está en el suelo.
Acostada en una esquina como si quisiera desaparecer en ella.
Su piel está pálida, los ojos enrojecidos, abiertos… mirando a nada.
Ese vacío me quiebra.
Se me olvida la barriga, el peso, el cansancio. Solo existo para llegar a ella.
Odio verla así.
Odio no poder desarmarle el dolor con las manos.
Odio que tenga que cargar con demonios que nunca fueron su culpa.