NINA
—¿Paracetamol? —estoy histérica, lo sé, pero no puedo evitarlo—. ¿Paracetamol, Octavio?
Tus sobrinos están incrustados en mis costillas y tú me das paracetamol —gruño—. Esto se siente como ir a un hospital público.
Mis hormonas están en fuego vivo, hirviendo, y ni yo misma me aguanto. Miro fijamente a mi cuñado.
Sí, cuñado. Es hermoso poder llamarlo así… aunque en sus ojos leo clarísimo que no va a darme otro tipo de medicina por más berrinche que haga.
—Tranquila —dice con esa voz que siempre es calma, pero hoy rebota en mí como si fuera ruido—. No puedes tomar nada fuerte. Podría ser contraproducente si entras en labor, y sabes que eso puede pasar en cualquier momento.
—No me recuerdes esa parte… —resoplo. Al menos encontré una posición medianamente decente para existir encima del colchón—. Pero es que no aguanto el dolor.
—Ya falta poco… —dice Lilian, emocionada como si estuviera hablando de una fiesta.
La miro, y su sonrisa me derrite un poquito—. Estoy tan emocionada —continúa— que dentro de poco los conoceré.
Y aunque me duele absolutamente todo, su entusiasmo me toca el alma.
La compañía de estos dos se ha vuelto un tesoro, inesperado y hermoso.
Mi casa ya no parece una casa: parece una sala de espera permanente, un nido, un refugio donde el tiempo se ha detenido porque todos esperan algo… o a alguien.
A mis hijos.
A los hijos de todos, porque así los sienten.
—También quiero que ya salgan… —me quejo, agotada—. Este peso extra me va a matar, no me dejan ni respirar… y sobre todo me muero por saber si son niños o niñas.
—Y yo… —dice Octavio, levantando ambas cejas como si cargara el secreto del universo— soy el único que sabe qué son. Me siento presionado.
Le habíamos prohibido revelarlo.
Queríamos sorpresa. Queríamos emoción. Queríamos vivirlo como todo lo que ha sido nuestra vida: un torbellino sin instrucciones.
—Un poco de presión te hace bien —bromeo, resoplando mientras estiro una pierna—. Siempre andas con ese espíritu zen que no es normal. Deberías revisarte eso… no es sano.
—No siempre —responde, dejando el miserable paracetamol encima de la cómoda. Luego se acomoda en la cama al lado de Lilian como si también estuviera embarazado.
—Podemos ver una película —dice—. Algo tenemos que hacer mientras esos renacuajos deciden que ya es hora de dejar descansar a mamá.
—De comedia —ordeno, acomodándome mejor entre almohadas—. Soy la embarazada, yo elijo.
DEREK:
—¿Cuándo pueden nacer? —la pregunta del hermano de Nina me cae como un baldado de agua fría.
La respuesta sabe a verdad incómoda.
—En cualquier momento —digo, y él abre los ojos como si acabara de recibir un golpe—. Y ni qué decir… no la está pasando nada bien. Está exhausta, no duerme, y físicamente no puedo aliviarle nada. Pero emocionalmente sí puedo hacer algo, por eso estoy aquí.
—Eres un buen tipo —me dice.
Asiento. Él se queda atrás, y yo camino hacia la puerta principal.
Puedo entender la actitud de la madre de Nina. Al final del día, lo nuestro no es precisamente el sueño convencional de una suegra. Y yo… bueno, yo no era garantía de nada. Ni entonces, ni ahora.
Aun así, aquí estoy tocando la puerta, intentando reparar lo que quebré sin querer.
Con los nudillos doy un golpecito suave. Cuento los segundos… uno, dos, tres… si no abre, vuelvo a tocar. Cuando decido repetir el intento, la puerta se abre.
La madre de Nina está ahí.
No sé qué esperaba ver, pero una sonrisa no estaba en el repertorio posible.
—Buenas tardes, señora. ¿Cómo está? —trato de que mis nervios no se noten. No sé si lo logro.
—Bien, muchacho… ¿y usted cómo le ha ido? —su tono es amable. Mucho más amable que la última vez que nos vimos, cuando prácticamente incendió la casa con su rabia.
—Muy bien… —miento un poco—. He venido a tocar su puerta porque deseo hablar con usted. ¿Sería posible?
No dudo de su respuesta. No hay tormenta en sus ojos esta vez.
—Claro que sí —dice—. Pase, muchacho.
Abre la puerta de par en par. Quiero pensar que es un buen augurio.
Entro con cuidado, como quien pisa terreno minado. Ella cierra la puerta. Luego me indica con un gesto que la siga hacia la sala.
—Creo tener claro el motivo de tu visita, Derek.
—Estoy aquí por Nina —si ella quiere ir al grano, mejor—. Ella no sabe que vine —aclaro de inmediato—. La necesita, señora. Las últimas semanas han sido difíciles para ella. No se ha sentido bien… y usted le hace mucha falta.
—¿Qué tiene? ¿Ha estado muy mal? —su voz se quiebra, alarmada.
—No, tranquila. Físicamente está perfecta. Mi hermano está pendiente de ella prácticamente todo el día; de hecho, ahora mismo está con él en casa —toso, porque hablar de todo esto me está tragando vivo—. Y Lilian… usted sabe que esas dos no se separan nunca.
Ella sonríe, nostálgica.
—Es cierto… desde que se conocieron han sido como uña y mugre.
—Su embarazo ya está en la semana treinta y cinco… —respiro hondo— y al ser múltiple, puede romper fuente en cualquier momento. Por eso ha estado tan intranquila y tan nerviosa. Las dudas y los miedos le han caído encima como una avalancha.
Myriam me mira con una atención que no esperaba. Ese gesto me da la confianza de seguir.
—Las noches son muy duras —admito— y, por más que intento tranquilizarla, no puedo. Y siendo honesto… yo estoy igual o peor. Tengo los mismos miedos, señora. Estoy aterrado por el parto.
Ella parpadea, quizá sorprendida de escucharme hablar así.
—Ella siempre está acompañada de mi hermano, de Lilian y de mí —continúo—. Y aunque los tres la amamos, y hacemos todo por ella… no somos suficientes. Le hace falta su mamá. Hay cosas que solo usted puede enseñarle, guiarle, calmarle.
El silencio entre los dos pesa, pero por primera vez en semanas no es un silencio hostil. Es uno sincero. Uno que pide paz.