¿quién es él Culpable?

Capitulo 32

NINA

—Estoy contigo… ¿Lo sabes?
Cierro los ojos, tomo aire, y guardo sus palabras en el lugar exacto donde se guarda lo imprescindible. Claro que lo sabía; lo sentía en cada gesto suyo, en cada madrugada donde no me suelta la mano.
Él es mi fuerza. La única constante en este caos.

—Siempre lo estaré… hoy, en esta madrugada y en todas las que vengan.

El dolor se abre paso como una ola brava, casi insoportable, pero su voz amortigua el golpe. No lo detiene, pero lo hace llevadero.

—Alza tus brazos, amor — lo obedezco como si fuera una muñeca de trapo — ya casi estás lista, solo un poco más… aguanta un poco más.

Con una delicadeza que ni él sabe que posee, desliza por mis brazos un vestido color crema. La tela cae sobre mí como un susurro, pero mi cuerpo es un temblor constante.

—¿Quieres que te recoja el cabello?
Cierro los ojos. Sonrío. ¿Cómo puede existir alguien con tanta ternura adentro?

—Por favor…

Torpe, cuidadoso, totalmente dispuesto, pasa el cepillo por mi cabello y lo recoge en una cola inestable, pero hecha con una devoción que me parte el alma.

—¿Cuánto durará esto? — alcanzo a preguntar antes de que un dolor me atraviese entera, desde la espalda hasta el vientre.

—¡Ave María! ¡Otra…! — busco su mano y la estrujo con la fuerza de un huracán — ¡Ay!

Cuando pasa el fuerte dolor me quedo temblando. Cada contracción es distinta, pero igual de cruel. No sé describirlo bien: es raro, es todo, es nada.

—Espero que no dure mucho — aunque su tono pretende calma, puedo escuchar el temblor escondido — ¿Mejor?
Asiento apenas.
—Entonces vamos abajo.

Bajamos a paso de tortuga. Para Octavio, según su “cuenta profesional”, las contracciones son cada quince minutos. Para mí, están cayendo cada dos. Dos minutos. Como pequeñas muertes repetidas.

Derek baja un escalón delante de mí, ofreciéndome su cuerpo entero como apoyo. Cuando por fin llegamos a la sala, suelto un suspiro que parece que venía guardando desde hace horas.

—¿Cómo vamos? — la voz de mi doctor es la primera que escucho.

—Terrible — suelto sin vergüenza — no sé lo que siento, es un fastidio indescriptible. No sé si son ganas de ir al baño, si son cólicos, si es el fin de mis días… Y cuando llegan las contracciones quiero desmayarme.

Octavio me extiende la mano y la tomo como si fuera un salvavidas.
—Ven, acomódate en el sofá — me ayuda con una suavidad que no combina con su tamaño — respira un poco, bella Nina… así… así…

Yo hago exactamente lo que él hace, como una alumna desesperada.

—Vamos a ver cómo va esa dilatación — dice mientras coloca una manta sobre mí. — Coge aire, Nina.

Me lo dice a mí… pero luego mira a su hermano.

—Y tú, Derek… cierra los ojos.

—Voy a la cocina con Lilian… necesito café — anuncia Derek, huyendo como un fugitivo.
Nos deja solos, lo cual, francamente, considero una excelente decisión.

—Es un cobarde — suelta Octavio, y me arranca una risa en medio de mi desgracia.
—Son las cinco de la mañana… llevamos en esto tres horas y media.

—Las más largas de mi vida — lo interrumpo.

—Lo estás haciendo muy bien… — dice mientras trabaja con profesionalidad impecable. Si él lo afirma, algo de razón debe tener. — Has dilatado tres centímetros, dos más que hace una hora — se quita los guantes rápidamente. — Vamos con buen ritmo. Pero ya es hora de irnos a la clínica.

—¿Ya? — pregunto con un entusiasmo que ni yo me esperaba —. Necesito salir ya de esta tortura. El “romance del parto” del que tanto habla la gente me parece una estafa. ¿Qué romance puede haber en este nivel de sufrimiento? Para mí esto es un desafío monumental.

—Un desafío que solo las mujeres pueden soportar — dice él, con una mezcla de orgullo y cariño — y tú lo estás asumiendo espectacularmente. No olvides respirar.

Si dejo de respirar ahora, me muero, así que lo escucho.

—¿Todo va bien? — pregunto de pronto, con un miedo que se me instala en el pecho. Google decía que los partos múltiples son un festival del riesgo.

—Nada de estrés — asegura de inmediato — todo está perfecto. Pero en la clínica vamos a estar mucho mejor.

Se quita los guantes y me deja unos segundos sola. No duros mucho.
Lilian aparece con una sonrisa tan radiante que ilumina todo el cuarto y, de paso, ahuyenta mis miedos.

—Ya estamos viviendo esto… — dice con una emoción preciosa — me enorgullece tu fortaleza.
Se acerca, baja la voz.
—Te cuento un secreto: tu Derek está a punto de desmayarse. Prácticamente, estaba vomitando en el lavadero de la cocina.

—Ya sabemos cómo es… — suspiro, porque sí, así es él: valiente para todo, menos para verme sufrir.

—Sí… — reímos juntas. Siempre es buen momento para reír a cortesía de Derek.

—¿Le avisaste a mi madre? — pregunto mientras intento seguir respirando como un ser humano y no como una foca varada.

—Sí, y al tonto de Bill… — Lilian sonríe. El buen humor de quienes me rodean es un bálsamo —. Van a llegar directo a la clínica, Octavio dijo que salíamos en un par de minutos.

Y dicho y hecho: las órdenes de Octavio siempre son acatadas como si fueran las tablas de Moisés.

El viaje en la mini van fue eterno. O, al menos, para mí. Cada bache, cada curva, cada segundo eran un recordatorio del nivel absurdo de dolor que se puede sentir sin morir. La pobre mini van quedó pequeña para mis aullidos, mis insultos y mis súplicas al universo.

Al llegar a la clínica una silla de ruedas me espera. Pasamos directo a una habitación perfectamente equipada. Otra lección se estampa en mi alma: cuando estamos vulnerables, cuando el dolor nos quiebra, el pudor desaparece. Y cuando nos importa alguien más que nosotros mismos, somos capaces de desnudarnos de cualquier defensa.

El vestido que Derek me había puesto con tanto cariño es reemplazado por una bata de hospital. La última telita delgada que cubre mi cuerpo agotado.



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En el texto hay: humor, romance, amor

Editado: 05.12.2025

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