Derek:
—No le quitan los ojos de encima…
El comentario entre dientes de mi hermano hacia dos enfermeras me enciende todas las alarmas. Algo anda mal, maldita sea. Octavio apenas ladea la cabeza señalándome que lo siga; un segundo después ya está prácticamente corriendo por el pasillo.
Su paso es tan rápido que tengo que forzar mis piernas para mantenerle el ritmo. Mi respiración se vuelve pesada, no por el esfuerzo, sino por el terror que empieza a trepar por mi garganta. Esto no es normal. Nada de esto lo es.
Al llegar al puesto de médicos y enfermeras, Octavio se detiene en seco.
—¡Llamen a la doctora Meller! ¡La quiero aquí en dos minutos!
Su grito corta el aire y congela a todos. Mi hermano nunca grita. Nunca pierde el control. Verlo así me perfora el pecho.
—¿No me escucharon? ¡Ahora! ¡Rápido!
Sus manos están temblando. Está pálido. Pálido. Y entonces ya no necesito que nadie me diga nada. Esto está mal. Muy mal.
—¿Qué pasa? — la voz me sale rota, rabiosa, desesperada — ¿Qué pasa?
Se queda en silencio y no dice nada. Yo, que llevo suficiente tiempo encargándome de la parte administrativa de esta clínica, conozco esa mirada.
Es la misma que Octavio usa cuando tiene que enfrentar familias destrozadas por malas noticias.
Solo que ahora…
Ahora no es un médico frente a un caso.
Ahora es un hombre que ama a esos bebés con toda el alma.
Ahora está afectado. Golpeado. Vulnerable.
—Dime algo, maldita sea… — estoy a un paso de perder la razón.
—Ven acá, Derek… — me toma del brazo y me lleva a una esquina alejada — El ritmo cardíaco de los bebés disminuyó inesperadamente.
Ahí dejo de respirar. El mundo se detiene. El aire no entra.
—Hay que hacer una cesárea de urgencia.
Mi mente no procesa nada. ¿En qué momento cambió todo? ¿En qué momento lo que estaba perfecto se convirtió en esto?
El dolor en los ojos de Octavio no ayuda… al contrario, me destruye.
—Yo no la puedo hacer… — su voz quiebra, y eso me rompe — No estoy en condiciones, son mis sobrinos, Derek. Me tiembla hasta la respiración.
La única gineco-obstetra a la que le confiaría a mis sobrinos es a la doctora Miller.
La situación se puede complicar. Necesito que estés consciente de eso.
No registro el momento en que se aleja de mí.
No registro cuando vuelve a gritar órdenes, fuera de sí, como jamás lo he visto.
Solo quedo sumergido en una quietud profunda, helada.
¿De verdad está pasando esto?
¿De verdad hay peligro para los bebés?
¿Les puede pasar algo?
Sacudo la cabeza con fuerza. No. No. No. Eso no va a pasar.
Y sin saber por qué, en medio del pánico, llega a mí ese día… ese día en que supe que venían al mundo y lo único que quise fue que no existieran.
Un pensamiento estúpido, cobarde.
Y hoy, solo la idea de perderlos me arranca el corazón.
—¡Derek! — un grito fuerte, cortante — ¡¿Por qué lloras?!
Parpadeo. Sé quién es. Conozco esa voz.
Pero no la veo.
No veo nada.
Solo una necesidad absoluta: estar con Nina.
Ignorando todo, muevo mis pies.
—Detente… — Lilian se aferra a mi brazo — ¿Qué pasa?
—¡Nada! — la voz de Octavio irrumpe, dura — Ve a la habitación de Nina. Ya.
—¿Qué pasa? — insiste ella.
—Nada. — responde él, pero yo lo escucho quebrarse un poco.
—Me mientes, Octavio.
—¡Que vayas! — estalla él.
Y verlo así, completamente fuera de sus papeles, tan descontrolado…
Nadie se atreve a contradecirlo.
Ni siquiera Lilian, que podría manejarlo a voluntad aunque no lo sepa.
Ella lo mira un segundo. Luego me mira a mí.
Suelta un gruñido y sale corriendo hacia la habitación de Nina.
Cuando los golpes desesperados de Lilian corriendo se desvanecen por el pasillo, Octavio vuelve a hablar.
—Vamos, Derek… — su voz es firme, pero no estable — te necesito controlado. Ella te necesita. Así que como si nada estuviera pasando, hay que decir lo de la cesárea. La sala de operación está lista. No hay tiempo para papeleos. Hay que actuar.
Me tomo un par de segundos para respirar. Jalo mi pelo con frustración, intentando arrancarme el miedo de la cabeza.
—Todo va a estar bien — asegura.
Pero es la primera vez que no puedo creerle a mi hermano.
El hombre calmado, seguro, que he tenido toda la vida… no está.
Nunca había vivido un momento realmente difícil.
Mi vida siempre fue estable.
Octavio se encargó de eso cuando nuestros padres murieron.
Yo era demasiado joven, un niño todavía, y él cargó con todo, permitiéndome crecer sin traumas.
Pero ahora…
Ahora mi mundo se ha detenido.
Conozco de memoria cómo funcionan las emergencias.
Años al frente de esta clínica me han enseñado los números, los riesgos, los casos que terminan bien… y los que no.
Y al estar a punto de entrar a su habitación para decirle lo que está pasando, siento que me muero.
Daría mi vida por hacerle esto fácil.
Al entrar, la veo acostada, agarrada fuertemente de la mano de Lilian.
Y sé que ella ya lo intuye.
—¿Qué está sucediendo? — pregunta directa y valiente, como siempre — Octavio, te escuché gritar. Tú nunca gritas.
Mi hermano se adelanta.
Se coloca frente a ella y le acomoda un cabello detrás de la oreja.
Ese gesto la inquieta más que cualquier palabra.
—Octavio… — susurra, temblando.
—No podremos seguir con el parto natural — dice él con suavidad — Tenemos que entrar a cirugía enseguida. El parto no está avanzando, no estás dilatando lo suficiente y el pulso de los bebés está disminuyendo. Necesitamos tu autorización verbal para proceder. Al no estar casada con mi hermano, él no puede decidir.
Ella no duda.
Mi corazón supo lo que iba a decir antes de escucharlo.
—Claro que sí. Si eso hay que hacer… lo haremos.