¿quién es él Culpable?

Capitulo 34

Los momentos felices pueden ser tan fugaces como un último respiro.
Si hace un par de semanas alguien me hubiera preguntado cómo imaginaba el nacimiento de mis hijos, no habría sabido qué responder… pero sea lo que sea, habría sido mil veces mejor que esto.
Nada, absolutamente nada, me preparó para esta pesadilla.

El vidrio que me separa de Nina me muestra una imagen que no podré olvidar mientras viva.

La sala de operaciones es un cuarto sin alma: frío, pálido, lleno de angustia.
Y ella, mi hermosa Nina, está ahí tendida en la mesa, dormida, inconsciente, tan vulnerable que siento que me quiebro solo de verla.

A su alrededor hay demasiada gente: la doctora Miller, el anestesiólogo, tres enfermeras… y mi hermano, rígido en una esquina, como si algo dentro de él estuviera a punto de romperse.

La calma tensa que había se deshace de golpe cuando el sonido de las máquinas estalla en el aire. Ese pitido… ese maldito pitido que parece burlarse de mi cordura.

He estado en muchas intervenciones por obligación, gracias a mi puesto administrativo en la clínica. Sé reconocer cuando una cirugía fluye.
Y la cesárea de Nina no fluye.
No avanza.
No va bien.

Todo pasa demasiado rápido. Mi mente no es capaz de procesar nada; solo veo manos moviéndose, cuerpos corriendo, voces urgentes.
Siento que me estoy perdiendo a mí mismo en el caos.

—¡Hay que sacarlos de inmediato! —la voz de la doctora corta el aire.

No respiro.
No veo.
No entiendo nada.
Mi mundo se comprime en un único instante insoportable.

Y entonces… los veo.
Dos pequeños cuerpos rosados, llenos de sangre, siendo levantados desde el cuerpo de Nina.

Y el terror que siento ahora es peor que cualquier miedo anterior.

¿Por qué no lloran?
¿Por qué no están llorando?

Todos los bebés lloran al nacer.

¿Por qué mis hijos no lo están haciendo?

—Ambos son varones —gritan—. ¡Tenemos dos niños!

Por un instante vuelvo a respirar.
Veo cómo los limpian a toda prisa, cómo envuelven sus cuerpos diminutos en sábanas blancas, cómo los revisan con manos veloces.

—Tienen pulso. Los dos —vuelve a gritar alguien, y mi corazón, que había dejado de latir, intenta arrancar otra vez.

Pero la sentencia cae como una piedra:

—Hay que llevarlos a UCI neonatal de inmediato.

Siento como si tuviera un clavo atravesando cada pie.
Los bebés pasan frente a mí envueltos en manos ajenas, tan frágiles, tan pequeños… y yo ni siquiera puedo verles la cara. No puedo tocarlos. No puedo seguirlos.
Solo puedo pensar en ella.

Mis ojos vuelven a Nina.

Y ahí… ahí es donde mi mundo se parte en dos.

Mi hermano ya no está de pie en un rincón observando.
Ahora está sobre Nina, presionando su pecho con ambas manos.

Haciéndole RCP.

—¡Adrenalina! ¡Ya! —el grito de Octavio me destroza.

—¡Nina! —no es un llamado, es un lamento abierto—. ¡Nina, Nina!

Golpeo el vidrio con los puños, sintiendo cómo todo se me rompe por dentro.
No escucho, no razono, no entiendo.
Solo veo el cuerpo de la mujer que amo quedándose sin vida.

—¡Saquenlo! ¡Ya! —ordena mi hermano, sin mirarme.

—¿Qué? ¡No! ¡No me pueden sacar! ¿Qué les pasa? ¡¿Qué están haciendo?!

Me sujetan dos personas por los brazos.

—Señor Derek, es mejor que venga con nosotros.

—¡No! ¡Suéltenme! —me resisto, pero mis piernas no tienen fuerza—. ¡Suéltenme! ¡Están todos despedidos! ¡Todos! —mi voz es puro desgarro—. ¡Octavio! ¡Maldita sea, Octavio! ¡Nina! ¡Nina!

Pero nadie me oye.
O quizá sí, pero ya nada importa: ya me están arrastrando fuera del quirófano.

Lo último que escucho antes de que la puerta se cierre es la voz de mi hermano estallando:

—¡El desfibrilador, ya!

No solo me sacan de la sala de operaciones.
Me arrastran hasta la sala de espera como si fuera un muerto más. Me siento ahí, en ese sillón helado, terriblemente solo y desamparado.

Cierro los ojos… y su sonrisa me golpea en la mente.
La veo tan viva, tan llena de ilusiones, con todo ese amor que siempre tuvo para sus hijos.
Sus hijos. Mis hijos.

—Que alguien me despierte… —susurro.
Sé que nadie va a responder.
—¿Por qué?… —pero tampoco habrá respuesta.

Miro los extremos del pasillo blanco.
De un lado están mis bebés recién nacidos, a los que ni siquiera conozco el rostro.
Y tengo miedo.
Miedo de ir a verlos sin ella.
No quiero conocerlos antes que su madre.
Sería injusto.
Ella, que los amó desde el primer segundo,
ella, que luchó por ellos incluso cuando tuvo que pelear conmigo,
ella merece ser la primera en verlos.

—¡Derek!

La voz de mi hermano me arranca del abismo.
Se acerca despacio, como si cada paso pesara toneladas.

—Está estable —dice al fin—. Tuvo un paro cardiorrespiratorio, pero logramos estabilizarla.

Mis ojos buscan respuestas que él no termina de ofrecerme.

—El tejido se desgarró —continúa, evitando mi mirada—. Por eso la cesárea tuvo que ser inmediata.
En la cesárea presentó una hemorragia… que evolucionó a preeclampsia.

Cierro los ojos.
Es un golpe tras otro.

—Tuvimos que inducir un coma.

—¿Me estás hablando en serio? —mi voz sale rota.
Él no responde.
Y eso lo dice todo.

—Estás diciendo que mi mujer se está muriendo… por traer a nuestros hijos al mundo.
No es justo.
No es justo.

—Derek… cálmate…

Pero no hay calma posible.
No cuando la persona que es mi hogar está suspendida entre la vida y la nada.

—Ella los ha querido desde el día uno… —mi voz se quiebra—. Anhelaba verlos, conocerlos.
Me desplomo. No puedo sostener mi propio peso.
—No merece esto.

—Todo va a estar bien —dice Octavio, y aunque suene firme, sé que también está roto—. Va a evolucionar favorablemente.



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En el texto hay: humor, romance, amor

Editado: 05.12.2025

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