«Era como tomar una aspirina para un corazón roto; aliviaba el dolor, pero no lo curaba».
Basilea, Suiza
Margareth
El aroma del tocino invade la cocina, llamando la atención de las personas con las que vivo. A mis veinticinco años, sigo en casa de mis padres; no soy la única, mi hermano cinco años mayor que yo, tampoco se ha ido. Digamos que somos pájaros que se niegan a dejar en nido.
—Huele delicioso, Maggie —Nathan me elogia mientras agarra un plato de la encimera y se sienta a desayunar.
—Mi niña es la mejor —Es el turno de papá de halagarme, tomando asiento al lado de mi hermano.
Espero que mamá ingrese por la puerta, sin embargo, no lo hace. Me obligo a sonreír cuando me siento frente a ellos con mi plato en mano, degustamos los alimentos en silencio hasta que papá abre la boca:
—Ella está mejorando, hijos.
Nathan y yo nos quedamos en silencio, ambos sabemos que lo que afirma Frederick, nuestro progenitor, es mentira. Ella no está bien, y ya no estamos seguros si algún día se recuperará.
—Lo sabemos —respondo.
Es un acuerdo silencioso que mi hermano y yo tenemos, aceptamos la mentira de papá con respecto al estado mental de mamá. Desde que tengo uso de razón, ha sido una mujer inestable, no obstante, todo empeoró hace cinco años, cuando eso pasó. Ella no fue la única afectada, todos sufrimos la pérdida, pero ella se sumió aún más en el poso de depresión y poco a poco nos jala a todos con ella.
Supongo que por eso no nos hemos ido, tememos lo que pueda pasar si siente que nosotros la abandonamos. Es una culpa que nos negamos a cargar, yo más que ellos.
—Debo irme, no quiero llegar tarde al trabajo —Mi hermano se levanta, deja el plato en el fregadero para luego dejar un beso en mi cabeza—. Nos vemos en la noche, hermanita. Adiós, papá.
—Nos vemos, hija. —Papá repite la misma acción de mi hermano.
Al quedarme sola, organizo la cocina antes de agarrar el otro plato de comida y llevarlo hasta la habitación de mis padres que queda al final del pasillo. Abro la puerta, la estancia está sumida en la oscuridad, camino con cuidado de no tropezar y dejo el plato en la mesa de noche al lado de la cama, donde mamá yace con la mirada enfocada en la ventana. Me inclino sobre ella, acaricio su cabello enredado y opaco, no recuerdo cuando fue la última vez que se dejó asear, y dejo un beso en su mejilla. Extraño que pase tiempo con nosotros, que sonría como si fuera la mujer más afortunada del mundo, echo de menos tener una mamá.
—Te amo, mami —musito.
Mi voz la saca de su letargo, parpadea y enfoca la vista en mí. Espero que me brinde una sonrisa, sin embargo, me mira con tanto odio que mi corazón se rompe.
—¡No me toques! —grita, alejándose de mí—. ¡Largo de aquí!
—Mamá, por favor —suplico, mis ojos llenos de lágrimas.
—¡Eres una asesina! ¡No quiero verte! Tú me lo quitaste, me quitaste a mi bebé.
—Mamá…
—¡Vete!
Sigue gritando a pesar de que salgo de la habitación, me apoyo en la puerta con la mano en el pecho, como si eso pudiera aliviar el dolor que siento ante su acusación. Cada vez que intento acercarme a ella, hacerle ver que la amo, me trata de la misma manera. Y tiene un motivo, después de todo, es mi culpa que ella lo haya perdido, pero es la única que se atreve a decírmelo en la cara.
Con el cuerpo más pesado, subo las escaleras hasta el segundo piso para terminar de arreglarme para el trabajo. Al terminar, agarro mi bolso y bajo justo cuando tocan el timbre. Sonrío a medias cuando veo a Fiorella, la mujer que cuida a mamá mientras nosotros trabajamos.
—Buen día, Maggie —me saluda al ingresar.
—Buen día. Dejé el almuerzo listo, al igual que sus medicinas, debe tomarlas…
—Entre comidas, lo sé. —me interrumpe—. Cuidaré bien de ella, ahora vete.
Me agarra de los hombros y me empuja hacia la salida, luego cierra la puerta en mi cara, no sin antes sonreírme. Suspiro, ella hace eso cada vez que me pongo intensa. Tomo más aire, me volteo hacia la calle y finjo que no hay nada malo en casa. Hoy no me puedo dar el lujo de que me invadan pensamientos negativos; dado que comienzo en un nuevo trabajo.
Toda la vida he amado hornear, es algo que mamá y yo compartimos, así que cuando me ofrecieron el puesto de chef repostera en la cafetería de Pharmatech Global, no pude decir que no. No solo es la multinacional farmacéutica más grande de la zona, sino que también es la más grande de la industria del país.
No solo fue eso lo que me hizo aceptar, también influyó el factor de que tengo libertad creativa siempre y cuando la mayoría de mis preparaciones incluyan chocolate. Dije que sí y aquí voy, camino a un trabajo que debería llenarme de felicidad, pero que al mismo tiempo me hace sentir culpable porque no podré cuidar de mamá.
«No es como que ella quiera verme», me recuerdo.
Al llegar al edificio, muestro mi pase cuando el guardia de la entrada me lo pide y avanzo hasta la cafetería una vez me da el visto bueno. Vine aquí el día anterior para familiarizarme con todo y no perder minutos valiosos hoy; así que me apresuro a dejar mis cosas en el casillero, me pongo el delantal y abro mi cuaderno de recetas para ponerme manos a la obra.