¿ Quién es la Otra?

Capítulo dos

«Sus palabras eran como ibuprofeno, calmaban la inflamación, pero no sanaban la herida profunda».

Basilea, Suiza

Margareth

Los gritos desesperados de mamá me sacan de mi sueño, me levanto de la cama con tanta prisa que caigo al suelo porque mis pies se enredaron con las cobijas; una vez me he recuperado del golpe, corro escaleras abajo hasta la habitación de mis padres, donde una escena desgarradora tiene lugar.

—¡Mi bebé, quiero a mi bebé! —El grito de mamá están tan lleno de dolor que cala en mi alma, trayendo lágrimas a mis ojos—. Frederick, nuestro bebé.

—Lo sé, Malea, lo sé. —Papá la mece entre sus brazos en un intento por calmar sus sollozos.

Entretanto, me apoyo en la pared frente a la puerta y me dejo caer hasta que estoy sentada en el suelo, quiero acercarme, ponerle mi otro hombro a mamá y ser su apoyo y consuelo. Sin embargo, no puedo, no cuando yo soy la culpable de su dolor.

Si tan solo le hubiera hecho caso, nada de esto habría pasado…

—Trae a mi niño a casa, cámbialo por ella —musita mamá—. Ella es mala, no merece estar aquí. Cámbialo por ella, Frederick, por favor. —No para de suplicarle a mi padre.

—Nuestra hija es buena, Malea. No sabes lo que estás diciendo.

Me llevo la mano a la boca para acallar el sollozo que quiere escapar de mí. Me quiere cambiar por el hijo que perdió, me odia lo suficiente como para pedir mi muerte. ¿En qué momento todo se fue por la borda? Yo sé la respuesta a eso, fue hace cinco años; aun así, esperaba que quedara un resquicio de amor hacia mí.

Supongo que me equivoqué.

Con el corazón latiendo desbocado, me levanto del suelo y camino hacia el patio trasero, pero choco con mi hermano antes de llegar a la puerta.

—Maggie… —llama, su voz llena de lástima.

—No, no digas nada.

—Ella no lo dice en serio —intenta justificar a nuestra progenitora.

—Oh, ella lo dice en serio. Cada palabra, hermano. No importa lo que tú, papá o el psicólogo digan, ella no me va a perdonar nunca, ¿cómo podría luego de lo que hice? Ni yo me he perdonado.

—Maggie…

Ignoro su llamado mientras paso por su lado retomando mi camino al patio. Una vez afuera, permito que el aire frío de la noche acaricie mi piel, las lágrimas corren con más libertad ahora que estoy sola. Con el rostro elevado hacia el cielo, lloro por el daño que le hice a esta familia, lloro por el hermano que perdí, por mi madre que vive en la oscuridad, por mi padre que se esfuerza por sostenernos y por mi hermano que finge que no ha pasado nada.

Solíamos ser cinco, hasta que una tragedia se llevó a uno de nosotros. A pesar de todo este tiempo, el recuerdo sigue latente…

—Ven aquí, sabandija —llamo a Renard, mi hermano de diez años.

—¡Tendrás que atraparme, Mags! —grita mientras corre sin ropa por toda la sala.

Me cruzo de brazos pretendiendo estar seria, pero basta con que se sacuda de un lado al otro para sacarme una carcajada. Lo persigo con la ropa en mano, pero él huye como un loco, negándose a vestir.

—Mamá se enojará si te encuentra desnudo —intento chantajearlo.

—Me vestiré antes de que ella llegue. Déjame estar así, por favor —Abre los ojos y pone ese puchero que le hace conseguir todo lo que quiero.

—Conmigo no funciona eso, niño. —Me saca la lengua—. Si te vistes, te llevaré por un helado.

Si no puedes contra tus enemigos, únete a ellos.

—Trato.

Me arranca la ropa de la mano y corre a su habitación para vestirse. Agarro mi bolso, reviso que mi cartera tenga dinero y espero hasta que el revoltoso de mi hermanito regrese.

Su llegada fue una sorpresa para mamá y papá, pero eso no hace que lo amemos menos. Es el consentido y no duda en aprovecharse de ello. Renard es la luz de nuestros días.

—¿Listo? —inquiero cuando lo veo regresar.

—Sí, quiero un helado gigante, Mags.

—Lo que el bebé quiera.

—¡No me llames bebé, soy un hombre! —responde en tono indignado.

—Los hombres usan ropa, Ren.

—Bueno, puede que no tan hombre.

Bromeamos el resto del camino hasta llegar al parque, nos acercamos al puesto de helados y pido uno de chocolate y otro de vainilla para él. Nos sentamos en una banca y no pasa mucho antes de que él tenga la cara embarrada de la sustancia azucarada.

—¿Qué quieres ser cuando seas grande, hermana mayor? —me pregunta luego de unos minutos de silencio.

—Quiero cocinar, preparar postres que derritan corazones. —respondo a modo de broma—. ¿Y tú?

—Oh, eso sería genial. Te los compraría todos, por eso quiero ser millonario, para tener dinero para tus postres.




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