«Trató de calmar mis dudas, pero solo alivió la superficie sin llegar al fondo del problema».
Basilea, Suiza
Margareth
A pesar de haber dormido toda la noche, me siento como si no hubiera descansado nada. En piloto automático, me baño, me maquillo y me visto antes de abrir la puerta para salir de casa. Estoy cerrando cuando siento la presencia de alguien detrás de mí.
—Hola —Me volteo al escuchar la voz ronca de Samuel.
—Hola —le respondo.
Es la segunda vez que nos encontramos así, con su puerta y la mía abriéndose casi simultáneamente.
—Voy de salida, ¿quieres que te acerque al trabajo? —Me ofrece.
Abro la boca para decir que no, pero me sorprendo al responder:
—Sí.
Samuel suspira, sus hombros se relajan como si hubieran estado tensos. ¿Por qué? No le doy vueltas al asunto y, en su lugar, lo sigo hasta el ascensor y luego hasta su camioneta. Me abre la puerta y me ayuda a subir, después se coloca detrás del volante y comienza a conducir. Por unos segundos, me quedo mirándolo; es tan guapo y fascinante que no me canso de observarlo.
Todo en él es atractivo: su cabello castaño oscuro con algunas canas, sus ojos color chocolate, y no puedo dejar de mencionar su nariz perfecta que armoniza con su mandíbula cincelada. Su ropa le queda de maravilla; la camisa se ajusta sobre sus músculos, y los pantalones de vestir acentúan sus muslos. Él es simplemente… él. Y yo estoy manchada, indigna incluso de pensar que tendría una oportunidad. Ya es demasiado tarde.
—¿Qué harás cuando salgas del trabajo? —rompe el silencio con su pregunta.
—No sé, no tengo planes.
—Bien.
Y eso es todo. Con Samuel, nunca sé a qué atenerme y, para mi sorpresa, eso es algo que me gusta de él. Su sola presencia es un reto, pero también me brinda tranquilidad. Tal vez sea porque es un gigante y me siento protegida a su lado, o porque no hay indicios de malicia en él.
—Gracias por traerme —le digo cuando se detiene frente al edificio.
—Adiós —responde escuetamente.
Es inevitable que una sonrisa se dibuje en mi rostro. Su actitud me brinda confort porque sigue siendo la misma. Es como si nada hubiera cambiado, no obstante, sé que no es así. Ya nada es igual, yo no soy ni me siento la misma.
Cuando me detengo frente a las puertas del edificio, inspiro con fuerza, planto una gran sonrisa en mi rostro y entro saludando a todas las personas con las que me cruzo. Finjo que no hay un vacío en mi pecho, pretendo que no me siento destrozada.
—Buen día —saludo a Caroline.
—Buen día —contesta, girándose para verme con extrañeza—. ¿Estás mejor hoy?
—Estoy mucho mejor —miento.
—De acuerdo —dice, aunque no parece convencida, pero tampoco se anima a interrogarme.
Comenzamos nuestro trabajo y, en poco tiempo, ya estamos despachando a todos; Joelle solo se detiene por un café, argumentando que no tiene tiempo para comer, y Conrad pasa sin siquiera mirarme.
Idiota.
—Creo que hemos terminado por hoy —le digo a Caroline al no ver a nadie más.
—Eso parece. Iré a organizar atrás mientras tanto —dice, levantándose de su silla.
—Voy en unos segundos.
Comienzo a recoger los postres que quedaron, concentrada en mi tarea, cuando escucho un carraspeo. Me levanto con tanta prisa que mi cabeza choca contra el mostrador.
—No pensé que contratarían a alguien tan torpe. Deberían hacerlo mejor —manifiesta la mujer frente a mí.
Me quedo callada mientras la observo. Su rostro no me es familiar, y estoy segura de que la recordaría en cualquier lugar. Es decir, parece una modelo exitosa. Su cabello es rubio claro, natural por lo que puedo notar, sus ojos son cafés, y sus facciones le dan un aire delicado, angelical. Es simplemente hermosa.
—¿No me piensas atender?
—Lo siento, señora. ¿Qué le gustaría hoy? —pregunto, recuperándome del estupor inicial.
—No creo que tengas lo que me gusta, pero tomaré una taza de té con un chorrito de leche, sin azúcar —Se detiene para mirar el mostrador—. Mejor no, seguro que me muero si como alguna de esas cosas.
En mis veinte años horneando, nadie ha llamado «cosas» a mis postres. Aprieto los labios para contener los insultos que quiero soltar. ¿Cómo se atreve?
—Tengo algunas preparaciones sin azúcar, por si le interesa prob…
—Ahórratelo, no me interesa —me corta—. Dame mi té para que pueda ir a ver a mi esposo.
—Sí, señora.
Esta vez me muerdo la lengua mientras le preparo su pedido. Se lo entrego y se queda mirando la taza con evidente desdén. ¡Es desechable, por todo lo santo!
—Gracias —dice entre dientes.
—Ha sido un placer, que tenga buen día —respondo, aunque en realidad no se lo deseo.