¿ Quién es la Otra?

Capítulo trece

«La tensión crecía dentro de mí, como si intentara reducir un riesgo inminente, pero el peligro seguía latente, sin importar cuánto lo evitara».

Basilea, Suiza

Margareth

4 meses después

No ha dejado de doler, no importa lo que haga, sigue lastimándome tanto que quema. Me inclino más sobre el sanitario para vomitar. Ya perdí la cuenta de cuántas veces lo he hecho en el último mes. Me siento enferma, cansada y, por tanto, sin ánimos de nada. Apenas logro levantarme para ir a trabajar y regreso tan pronto como termina la jornada.

Todo ha pasado en un borrón. Samuel se marchó después de traerme a casa, y no he sabido nada de él en todo este tiempo. Conrad no me mira, ni siquiera se molesta en buscar su café por sí mismo. Nathan no responde mis mensajes y tampoco abre la puerta cuando toco.

Es un desastre, mi vida no tiene ningún sentido.

Me levanto del suelo del baño y entro a la ducha, dejando que el agua arrastre todo el malestar. Al salir, me siento más despierta, aunque igual de agotada. Salgo de casa cuando estoy lista y me quedo mirando la puerta de enfrente, deseando que se abra. Sin embargo, no lo hace. Dejo escapar un suspiro de resignación, me enderezo y continúo mi camino.

La rutina es la misma de siempre: abrir, hornear, atender, seguir horneando y repetir el proceso hasta terminar. Joelle ya no se muestra alegre conmigo, no desde que dejé de preparar cosas especiales para ella. Caroline guarda silencio la mayor parte del tiempo, lo cual agradezco porque no me interesa entablar amistad con ella ni con nadie.

No lo merezco.

Lo único que se podría considerar diferente es el hecho de que la mujer rubia sigue viniendo cada cierto tiempo. Su esposo debe ser alguien importante para que se le permita el ingreso tan seguido.

—Te ves como si fueras a morir en cualquier momento. No es una buena impresión —dice la susodicha.

—¿Lo mismo de siempre? —ignoro su comentario.

—Sí.

Preparo su té y le doy una de las magdalenas sin azúcar ni gluten que preparo solo para ella. Porque sí, me llegó la orden de que doña perfecta debía tener algo especial en mi menú. Lo que refuerza mi teoría sobre con quién está casada.

—Buen provecho —le digo al entregarle su pedido.

—Gracias. Y ve al médico o algo, no da buena impresión que uno de los empleados de esta multinacional se vea como un muerto andante —agrega antes de dar media vuelta y marcharse.

—Tan amable como siempre —murmuro.

Ignoro lo que dice, aunque en el fondo sé que tiene razón. Me he visto en el espejo; ya no lleno la ropa como antes y mis mejillas están hundidas. No es para menos, considerando que vomito casi todo lo que como.

—Escuché a la señora —comenta Caroline cuando entro en la cocina—. Ella no se equivoca del todo. Te ves cansada y has perdido peso. ¿Estás enferma?

—He estado vomitando, pero no es nada de qué preocuparse —miento.

—No me has pedido mi consejo y no me gusta entrometerme, pero deberías ir al médico. Podría ser algo grave.

La idea no suena tan mal. Morir no es algo que me asuste, no cuando no tengo motivos para vivir.

—Gracias por la preocupación —zanjé el tema.

Al terminar de trabajar, me despido de ella y salgo de la empresa. Tomo la dirección contraria a mi apartamento. Minutos después, me encuentro frente a la casa de mi infancia. No me molesto en llamar a la puerta, solo espero frente a ella. Quiero ver a papá, lo extraño demasiado, incluso echo de menos a Nathan y a mamá. No he sabido nada de ella, no sé si se ha recuperado o sigue igual.

Me quedo allí no sé cuántos minutos hasta que la puerta se abre, revelando la figura de papá.

—Hija… —balbucea—. No deberías estar aquí.

La emoción inicial se convierte en un nudo en mi garganta que me impide tragar.

—¿Cómo estás, papá? ¿Cómo están todos? —pregunto.

—Estamos tan bien como podemos. Ahora vete.

—Papá, por favor…

—¿Quién está en la puerta, Frederick? —La voz de mamá nos sorprende a ambos e impide que él pueda cerrarla antes de que me vea—. Maggie —susurra.

—Mamá.

—¡No te atrevas a llamarme así! ¡Yo no tengo nada que ver contigo! —grita.

De manera inevitable, doy un paso atrás, sus palabras golpeándome como una bola de demolición.

—Por favor —suplico.

Es lo que he hecho todo este tiempo: suplicar. Ruego por amor, comprensión, amistad, ruego por mi vida o por el deseo de dejar de respirar. Humillada, me humillo todo el tiempo y ante todos; ya no queda ni un vestigio de dignidad en mí. ¿Hasta qué punto llegaré?

—Largo y no vuelvas, no eres bienvenida. No aceptamos asesinas en esta casa.

Miro a papá, esperando que él haga o diga algo; en su lugar, agacha la mirada y da un paso atrás. Asiento, comprendiendo que ya no hay cabida para mí en este lugar. Puede que antes haya sido mi hogar, pero dejó de serlo cuando Renard murió.




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