La habitación se había envuelto en un aire denso. La lluvia seguía castigando las ventanas, como si estuviera exigiendo entrar. Las velas titilaban al ritmo del viento que se colaba por las grietas, mientras Damoca inclinaba su cabeza hacia adelante, sus ojos fijos en un punto indeterminado más allá del espacio físico. Algo en su voz ahora tenía un peso distinto; no era ni acusador ni amistoso, sino una mezcla de ambos, como si estuviera a punto de narrar algo que incluso a él le costaba recordar.
"Escucha atentamente", comenzó, alzando una copa de vino casi vacía, observando las gotas carmesí que quedaban adheridas al cristal. "Esta historia no es solo mía. Es tuya. Es nuestra. Es de aquellos que alguna vez se han preguntado si su reflejo en el espejo es el verdadero o solo una sombra, un eco de lo que podrían haber sido. Yo también tuve un reflejo… antes de que se rompiera."
Damoca hizo una pausa, dejando que el eco de sus palabras se deslizara entre los muros. Luego, continuó:
"Era un día parecido a este, lluvioso, pero no triste. La lluvia me tranquilizaba, me hacía sentir que el mundo lloraba por mí, y yo podía seguir adelante sin cargar con la culpa. Caminaba por una calle angosta, empedrada, en un lugar que ya no existe. A mi lado iba alguien... ¿quién era? No recuerdo su rostro, ni siquiera su nombre, pero su risa era tan fuerte que resonaba por encima de la tormenta. Era mi cómplice, mi igual, y juntos compartíamos algo que ni siquiera la muerte podría robar: nuestra ansia por destruir lo que considerábamos inútil."
"¿Destruir?" preguntaste, interrumpiéndome, tu tono entre la curiosidad y el reproche. No te culpo. Nadie quiere escuchar que algo tan simple como romper puede traer placer. Pero, ¿quién define lo que es inútil? ¿Quién decide qué merece existir y qué no? Ese día, decidimos por nosotros mismos. Íbamos de tienda en tienda, rompiendo vitrinas con piedras, riéndonos mientras los vidrios estallaban como estrellas fugaces. No robábamos. No saqueábamos. Solo queríamos ver el caos, porque en el caos, la verdad siempre sale a la superficie."
Damoca se inclinó hacia adelante, sus manos temblando ligeramente. "Pero algo salió mal. Como siempre sucede. En una de esas tiendas, había alguien adentro. Una niña. Debía tener unos diez años. No se suponía que estuviera allí; era tarde, y las calles estaban desiertas. La piedra que lancé no rompió solo el vidrio... la alcanzó a ella. ¿Sabes qué es lo peor? Ni siquiera supe si estaba viva o muerta. Corrí, dejando todo atrás. Dejándola a ella atrás. Esa noche, el reflejo que veía en el espejo dejó de ser mío."
"¿Eso fue lo más malo que hiciste?" preguntaste, tus ojos juzgándome sin piedad. Pero yo solo sonreí. No era una sonrisa de satisfacción, ni de arrepentimiento. Era una sonrisa que escondía algo mucho más oscuro.
"No", respondí con una calma escalofriante. "Eso fue solo el principio. Pero no te contaré más hoy. Porque esta historia, aunque parece tener un final, nunca termina realmente. ¿Qué me dices tú? ¿Crees que el mal se define por la intención, o por las consecuencias? ¿Acaso importa?"
La lluvia cesó abruptamente, como si la noche misma estuviera conteniendo la respiración. Damoca se levantó lentamente, su silueta proyectando sombras alargadas sobre las paredes. "Ahora sabes un poco más sobre quién soy. Pero dime, ¿eso te ayuda a entender quién eres tú?"
Sin esperar respuesta, Damoca se giró hacia la ventana, dejando que el silencio llenara el espacio entre ustedes. Y en ese momento, te diste cuenta de que la historia que habías escuchado no era una confesión, ni un intento de redención. Era una advertencia, un reflejo distorsionado que te invitaba a mirar más profundamente dentro de ti mismo. Porque, al final, el mal que buscabas entender en Damoca podría ser el mismo que acechaba en las sombras de tu propia mente.