El reloj en la pared parecía haberse detenido, aunque sus agujas continuaban avanzando con una lentitud que rozaba lo insoportable. Cada segundo era un martillazo en tu cabeza, un recordatorio de que el tiempo, por alguna razón, ya no era tuyo.
Damoca estaba sentado frente a ti, inmóvil, como una estatua de carne. Sus ojos oscuros no parpadeaban, fijos en los tuyos con una intensidad que te hacía sentir desnudo, como si estuviera desollando tu alma capa por capa. El cigarro entre sus dedos despedía un hilo de humo que se retorcía en el aire, formando figuras efímeras que desaparecían en la penumbra.
La habitación estaba en silencio. No el tipo de silencio que calma, sino el que grita en cada rincón vacío, amplificando los latidos de tu corazón y el sonido de tu respiración entrecortada. Podías oírlo todo: el crujido de la madera bajo tus pies temblorosos, el goteo lento de un grifo en alguna parte lejana, incluso el leve chasquido de las brasas en la punta del cigarro de Damoca. Cada pequeño ruido se convertía en un eco ensordecedor en tu cabeza.
Tu cuerpo estaba congelado, clavado a la silla como si una fuerza invisible te impidiera moverte. Intentaste desviar la mirada, pero era inútil. Sus ojos te tenían atrapado, como dos pozos oscuros que amenazaban con tragarte. Había algo en su mirada que no era humano, algo que iba más allá de cualquier emoción reconocible. No era ira, ni tristeza, ni siquiera placer. Era vacío, puro y absoluto.
El olor del tabaco quemándose llenaba la habitación, mezclándose con el aroma metálico de los cubiertos que aún descansaban sobre la mesa vacía. La cena había sido un recuerdo lejano, un espejismo que ahora parecía imposible. Tus manos estaban sudorosas, el aire te raspaba los pulmones con cada respiración. Intentaste levantarte, solo para descubrir que tus piernas no te respondían. Era como si el miedo mismo las hubiera convertido en piedra.
Damoca dio una calada larga y lenta al cigarro, el brillo de la brasa iluminando fugazmente su rostro en la penumbra. Exhaló el humo, y este pareció envolverte, arrastrándote aún más profundo en esa atmósfera opresiva. Su rostro seguía inexpresivo, pero sus ojos hablaban. Decían cosas que no podías comprender, pero que intuías eran peores que cualquier palabra que pudiera pronunciar.
Pasaron minutos. ¿Cinco? ¿Diez? ¿Quince? Perdiste la noción del tiempo. La sensación de ser observado, escrutado, era insoportable, como si estuviera esperando algo de ti. Pero, ¿qué? No había escapatoria. La puerta, cerrada con llave, parecía tan lejana como el horizonte. Intentaste mover las manos, pero los dedos se negaron a obedecer. Incluso respirar se había convertido en una tarea titánica.
El cigarro se consumía lentamente, sus cenizas cayendo al suelo sin que Damoca las notara, o quizá sin que le importara. De repente, un sonido. Un leve crujido cuando apoyó el codo en la mesa, su mandíbula tensándose apenas. Y aunque no dijo una sola palabra, el gesto fue suficiente para enviar una ola de terror que recorrió tu espalda como un cuchillo helado.
La luz de las velas parpadeó, como si el aire mismo estuviera conspirando contra ti. El humo del cigarro formó un remolino extraño antes de desvanecerse, y por un momento, juraste ver un rostro en las sombras, algo que no pertenecía ni a este mundo ni a tu imaginación.
Finalmente, Damoca aplastó el cigarro contra la madera de la mesa con un movimiento lento y deliberado. El sonido del tabaco quemado siendo apagado fue un estallido en el silencio. Levantó la vista hacia ti, y por primera vez en esos interminables minutos, sonrió.
No fue una sonrisa cálida ni tranquilizadora. Fue un corte frío y calculado en su rostro, una curva que no expresaba nada más que control absoluto.
"¿Tienes algo que decir?" preguntó finalmente, su voz tan suave que apenas era audible, pero cargada con un peso que te aplastó el pecho.
Tu boca se abrió, pero ningún sonido salió. Porque en el fondo, sabías que cualquier palabra que pronunciaras solo sería una chispa en un barril de pólvora que él había estado llenando desde que lo conociste.