El sonido del cuchillo deslizándose fuera de su funda fue suave, casi íntimo, como el susurro de un amante en la penumbra. Damoca lo sostuvo frente a ti, el acero reflejando la luz parpadeante de las velas, dibujando destellos fríos en las paredes. No se apresuró. No había urgencia en su movimiento, solo una calma inquietante, el tipo de calma que precede a una tormenta que sabes que no podrás sobrevivir.
"Supongo que ya es hora," dijo, su voz tan tranquila como siempre. Giró el cuchillo entre sus dedos, con la facilidad de alguien que lo ha hecho mil veces, como si fuera una extensión de sí mismo. "Es hora de que te diga quién soy."
El aire parecía espesarse, cada molécula cargada de una tensión que te envolvía, asfixiante. No podías moverte, ni siquiera apartar la vista del filo que danzaba lentamente en su mano.
"Todo lo que te he contado hasta ahora..." comenzó, sus ojos clavados en los tuyos, "...no es más que una parte de la misma historia. Una historia que he contado tantas veces que a veces incluso yo olvido dónde termina la verdad y dónde comienza la mentira."
Sonrió, una sonrisa rota, como si la máscara que llevaba desde el inicio de la noche se estuviera resquebrajando. "La mujer de cabello castaño, ¿la recuerdas? Esa mujer que me dio dos hijos. Era mi esposa. Bueno, es mi esposa. Porque en mi mente nunca la dejé ir. Está aquí, en cada palabra que digo, en cada cosa que hago. Ella me enseñó a amar y a odiar en el mismo aliento."
El cuchillo dejó de moverse. Damoca lo clavó suavemente en la madera de la mesa, el sonido un golpe seco que retumbó en tus oídos. "La niña de la roca... ella también es mía. Mi hija. Mi dulce niña, tan perfecta y tan... frágil. ¿Sabes lo que es cargar con un pedazo de tu corazón que sabes que está destinado a romperse? ¿Sabes lo que es enterrar lo único puro que alguna vez tuviste?"
Sus palabras eran un látigo, cada una dejando una marca invisible en tu piel.
"Y el joven en el sótano... sí, lo adivinaste. Ese también es mío. Mi hijo. Mi orgullo y mi fracaso. Le enseñé todo lo que sabía, todo lo que pensaba que necesitaba para sobrevivir. Pero al final, lo dejé allí, frente a ese espejo. Porque quería que entendiera lo mismo que yo entendí. Que no hay verdad. Que no hay don. Que no hay escape."
El filo del cuchillo relucía de nuevo cuando lo levantó, apuntando con él hacia ti, aunque no parecía que tuviera intención de usarlo.
"¿Por qué te cuento todo esto?" preguntó, su tono burlón, como si la respuesta fuera obvia. "Porque al final, todo vuelve al mismo punto. Todo converge en un solo lugar, una sola persona."
Se inclinó hacia ti, y por un instante, viste algo en su mirada que te hizo estremecer. Algo familiar. Demasiado familiar.
"¿No lo entiendes aún?" murmuró. "Damoca no soy yo. Damoca eres tú."
El impacto de sus palabras fue un golpe en el pecho, un mazazo que te dejó sin aliento. Tu mente intentó rechazarlo, gritar que era imposible, pero las piezas comenzaban a encajar. Sus historias, sus palabras, las sensaciones... todas eran tuyas. Como recuerdos enterrados que ahora luchaban por salir a la superficie.
El cuchillo cayó de sus manos y resonó en el suelo, pero no te moviste para recogerlo. No podías. Porque algo había cambiado en la habitación.
Giraste la cabeza lentamente, como si cada movimiento requiriera una fuerza sobrehumana, y miraste hacia la sala.
Y allí estaba.