La sala estaba vacía, pero no lo estaba. Un espacio puede albergar tanto horror que parece respirar por sí mismo, como si cada sombra, cada rincón, conspirara para atrapar tus sentidos. Y allí, en esa penumbra densa, comenzaron a surgir las imágenes. No eran simples recuerdos. Eran como grietas en una presa, dejando salir torrentes de verdad que se estrellaban contra tu mente.
Primero, la mujer. Ella. Tu esposa. Su rostro, tan familiar y hermoso, ahora estaba distorsionado por el terror, sus ojos abiertos en un grito silencioso que nunca habías querido recordar. La piedra en tu mano, pesada y fría, descendiendo una y otra vez, salpicando carmesí contra el suelo. Su sangre había formado un charco que parecía moverse, arrastrándote hacia su profundidad. El sonido húmedo y grotesco del impacto resonaba en tu mente, tan claro como si ocurriera ahora mismo.
Intentaste apartar la mirada, pero no podías. Allí estaba tu hija, pequeña y frágil, con esos ojos grandes y llenos de preguntas. Ella lloraba, gritaba, llamaba a su madre. Pero tú no podías detenerte. No eras tú, y al mismo tiempo, lo eras completamente. La piedra, esa maldita piedra, volvió a levantarse, y el último sonido que ella hizo fue un jadeo entrecortado. Entonces, silencio. Un silencio que te arrancó algo dentro, algo que nunca recuperaste.
Tu respiración se volvió un jadeo entrecortado. Pero no había pausa, no había escape. El sótano. Las escaleras chirriaban bajo tus pies mientras descendías, llevando contigo la culpa que ya no podías sostener. Allí estaba él, tu hijo. Tan parecido a ti que era como mirarte en un espejo cuando eras joven. Su mirada, confusa y aterrorizada, buscaba en tu rostro una explicación. Pero tú no tenías palabras, solo la hoja fría del cuchillo que brillaba bajo la tenue luz.
La primera puñalada fue un accidente, ¿verdad? Eso era lo que siempre te habías dicho. Pero el filo se hundió de nuevo y de nuevo, hasta que su cuerpo cayó, temblando, al suelo húmedo del sótano. Aún respiraba, y lo miraste mientras su sangre se mezclaba con el polvo. Cerraste la puerta con llave. Lo dejaste allí. Solo.
Regresaste a la sala. Y entonces todo se desmoronó.
Esa sala que ahora mirabas no era diferente. Las manchas oscuras en el suelo, casi invisibles, eran testigos mudos de tu crimen. La sombra que creías ver no era otra cosa que lo que habías dejado detrás: los espectros de ellos, tu familia, condenados a habitar este espacio contigo.
El rostro de Damoca, tu rostro, se reflejaba en el cristal de una ventana cercana. Era una máscara de locura, de fragmentos rotos de identidad que habían intentado reconstruirse en algo soportable. Pero no había escapatoria.
"Ellos no se fueron," susurraste, pero la voz no era tuya. Era suya. Damoca estaba en ti, o tal vez tú eras Damoca. Esa separación ya no existía. La voz continuó, burlona y cruel. "Nunca se irán. Porque tú los creaste, y tú los destruiste."
La sala se llenó de un ruido ensordecedor, una cacofonía de susurros, gritos y llantos. Tu esposa, tu hija, tu hijo... todos hablaban al mismo tiempo, sus voces reclamándote, acusándote, llorando por lo que nunca podrán recuperar. Intentaste gritar, pero tu garganta estaba seca, tus palabras se ahogaron en un océano de culpa y horror.
El cuchillo estaba en tu mano antes de que lo notaras. No sabías cómo había llegado allí, pero su peso era tan familiar como el de la piedra. Te miraste en el reflejo, y por primera vez viste a Damoca completamente. No eras tú, pero tampoco era otra persona. Era todo lo que habías reprimido, todo lo que habías hecho, todo lo que habías destruido.
"Ellos están aquí," dijiste, pero esta vez no hubo respuesta. Porque ya no había más voces. Solo el cuchillo, la sala, y el eco de tus propios pensamientos, retorcidos en un ciclo interminable.
La última luz de la vela se extinguió, y con ella, lo que quedaba de tu cordura.