¿quién soy?

Capítulo 2

Olympia.

Lo decidí sin ceremonias: cerrar cada fragmento de visión, símbolo, memoria rota. Lo de Lyra, lo del árbol, la flor blanca, todo. Enterrado. Guardado bajo mi manto y dentro de mi pecho, donde el dolor no estorba si se domestica. Me levanté antes que la luna retrocediera, como siempre. Lo hice sin pausa. Disciplina. Mi escudo favorito.

Ni el viento se mueve. Estiro entre raíces que aún recuerdan nombres que yo no pronuncio. Luego, a los riscos. Fuerza, velocidad, sudor. Que el cuerpo se castigue antes de que la mente reclame. A las 8 entreno a los cazadores jóvenes, esos que creen que la garra es lo único que los define. No les sonrío. No los felicito. Les enseño con silencios que gritan más fuerte que cualquier palabra.

Después viene la revisión del territorio. Las meditaciones. La forja. Todo con exactitud. Todo sin compañía. Y, sin embargo...

Como parte del clima —como si el bosque no quisiera dejarme en paz— él aparece.

¿Quién carajos es?

No entiendo cómo lo hace. Parece que no camina… aparece. Con esa expresión informal, ese pelaje revuelto por el viento, y esa manera absurda de mirarme como si supiera algo que no debería.

—¿Otra vez aquí? —le lanzo, sin mirarlo del todo.

Él mastica una raíz silvestre como si fuera dulce. Eso también me irrita.

—Los árboles no piden permiso para crecer —me contesta, como si sus palabras valieran algo.

No lo invito. Nunca lo hago. Me lanza frases que se le escapan sin pedir permiso, y aún así... no me voy. Le digo que tiene la capacidad única de irritarme sin hablar. Él me responde que lo inspiro sin sonreír. Lo odio un poco por eso. Y tal vez, solo tal vez... también lo necesito más de lo que admito.

Y cuando lo creía evitado, me lo asignan.

Patrullaje compartido. Consejo. Mandato. Un encuentro que yo jamás habría pedido.

—Lobo marrón. Cazador errante. Dosis diaria de fastidio —presento, mientras contengo el impulso de girarme de nuevo.

—¿Y tú? ¿La diosa del desdén? ¿La voz que corta más que sus cuchillas? —me lanza, sin pestañear.

A regañadientes, lo aceptan. Lo registran. “Unidad de rastreo compartido”. Qué farsa.

Y aún así...

Aparece.
Cada día.
Sin pedir nada.
Sin rendirse.

Y aunque lo ignoro, aunque lo evito, aunque entierro su nombre debajo de los pasos que doy... él sigue ahí. Como si el bosque le hubiera dicho que yo lo necesitaba antes de que lo supiera.

Mis entrenamientos no son rituales… son pruebas.

Les hago correr cuesta arriba cargando piedras tan grandes como sus errores. Les lanzo cuchillas sin aviso: si reaccionan lento, la piedra los cura.

Les pido caer de espaldas desde rocas altas, sin miedo: “Conocer tu caída te salva más que tu fuerza.” El sudor me sirve más que las palabras. Las miradas rebeldes se convierten en obediencia cuando sus músculos tiemblan.

Yo no les hablo como madre.
Ni como igual.
Les hablo como quien sobrevivió donde otros no.

El estúpido lobo marrón que no entiende el silencio sagrado.
Que se acomoda en las ramas como si fueran almohadas.
Que sonríe donde yo frunzo el ceño.
Y que, para mi desgracia, resiste mis entrenamientos con una mezcla molesta de tenacidad… y estilo.

Le dije muchas veces que no se apareciera.
Él contestó muchas veces que no sabía obedecer consejos que no son órdenes.
Entonces empecé a darle órdenes.

—Tú. Cinco vueltas por la ruta del hueso.
—Tú. Carga dos cuchillas. En la boca.
—Tú. Si tropiezas, no vuelves mañana.

Pensé que se iría.
Pensé que me huiría.
Pensé mal.

Duro más de una semana, cosa qué los demás no hacían, parecían lobeznos recién nacidos, sin fuerza y débiles.

Su maldita sonrisita qué me daba cada vez qué algo le salía bien, o cada vez quésus compañeros lo halagaban.

También he notado los rumores acerca de ese supuesto don que se carga, no lo he visto hacerlo, pero a veces parece serio y pensativo. Y sí, es menor qué yo, y ese es un motivo más para él de molestarme todo el tiempo.

Los había estado entrenando frecuentemente ya qué muy pronto habría encuentro de manadas, y debíamos estar listos para todo.

Después de una jornada especialmente dura —donde casi todos cayeron, y hasta el bosque quedó en silencio— me senté sola en la roca del eclipse. El sudor aún ardía. Las piedras marcaban mis palmas. Y él… apareció otra vez. No con bromas. No con raíces en la boca.

Se acercó lento.
Y esta vez, sin sarcasmo, me dijo:

—No sé si merezco saber tu nombre completo. Pero lo busco cada vez que me miras sin querer.

Yo lo observé. Estaba quieto. Sin armas. Sin la actitud que me irrita.

Así que, por primera vez, respondí:

—Olympia. Así me llamo.
Sin cuchillas. Sin títulos. Sin manto.

Él tragó saliva.
No por nervios.
Por respeto.

—Izan. Solo eso —dijo—. Esta vez sin la raíz y sin chistes.

Y ahí, por primera vez, nuestros nombres no se chocaron.
Se reconocieron.

No fue tregua.
Fue algo más raro.
Quizás... el inicio real.
Después de tanto empuje,
un roce sin guerra.

Ese día estaba muy agotada para hablarle mal, así que luego de guardar las herramientas básicas, cada quién se fue a descansar.

Esa noche, en mi cabaña, sentada en mi cama hecha de algodón y lana, pensaba, los sueños, los entrenamientos, la vida qué me había tocado. Ahora era una loba alfa adulta qué había enfrentado tantos problemas de la niñez.

¿Realmente fui abandonada?

Las preguntas hacia qué mi loba alfa se removerse incómoda, compartiendo el mismo sentimiento. Tharia sabía cosas, y sé que no puede decirme por qué la obligaron a callar, pero es tan importante esto para mí.

Luego de dar tantas vueltas en la cama, pude caer en un profundo sueño.

Tenía apenas siete ciclos. Mis garras apenas sabían sostener el peso de mi cuerpo. Éramos crías jugando a ser lobos. Yo no sabía que mi fuerza ya era distinta. No sabía que la rabia que me hervía por dentro era más veloz que mi conciencia. Él se llamaba Elian. Un cachorro torpe, dulce, que solía esconder flores en mi mochila de entrenamiento.




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