Izan corría. El bosque a su alrededor estaba muerto: árboles carbonizados, hojas que se deshacían al tocarlas, y un cielo sin luna. Aleria, su tierra, ardía en silencio. No había gritos. Solo el crujir de lo inevitable.
En medio del bosque, una figura se alzaba entre las cenizas: Olympia. Su pelaje negro brillaba como obsidiana bajo un fuego invisible. Estaba herida, pero no sangraba. Su dolor era otro. Estaba sola. Rodeada de lobos que no la veían, que pasaban junto a ella como si fuera aire. Y en sus ojos dorados, Izan vio lo que nadie más podía ver: culpa, miedo, amor… y una decisión que la estaba destruyendo.
—No puedes salvarme —susurró ella en el sueño, sin mover los labios.
Izan intentó acercarse, pero el suelo se quebraba bajo sus patas. Cada paso lo alejaba más. Entonces vio algo más allá de Olympia: una figura encapuchada, con ojos como espejos rotos. Sostenía una cadena, y en el extremo, el corazón de Olympia, latiendo aún. No era muerte. Era destino.
De pronto, el cielo se abrió. No con luz, sino con una lluvia de plumas negras. Cada una caía sobre Izan como una advertencia. Y entre ellas, una voz que no era voz, le habló:
—Si la miras, verás. Si la amas, caerás. Si la eliges… cambiarás el final.
Izan despertó con el pecho agitado, los ojos húmedos. Sabía que no era solo un sueño. Era una visión. Una advertencia. Y una promesa.
El sol apenas había asomado entre las montañas cuando Izan abrió los ojos. No fue el canto de los pájaros ni el murmullo del río lo que lo despertó, sino el peso del sueño que aún se aferraba a su pecho como una garra invisible. La imagen de Olympia, sola entre cenizas, con su corazón encadenado por una figura sin rostro, lo había dejado temblando. No era la primera vez que soñaba con tragedias, pero nunca antes había sentido que el tiempo corría en contra.
Pasó la mañana en silencio, sus ojos grises más opacos que de costumbre. Cada mirada que cruzaba con los demás lobos del clan le revelaba emociones pasajeras: hambre, cansancio, rutina. Pero cuando sus ojos se posaban en Olympia, algo distinto ocurría. Su alma parecía hablarle en un idioma que solo él entendía. Dolor contenido. Furia antigua. Y una ternura que ella misma se negaba.
Olympia, como siempre, se mantenía al margen. Su pelaje negro absorbía la luz del día, y sus ojos dorados eran como escudos relucientes. Nadie se atrevía a acercarse demasiado. Nadie, excepto Izan.
Durante el entrenamiento, los lobos se alinearon en el claro. El ejercicio era simple: velocidad, precisión, salto. Izan solía destacar. Su cuerpo ágil, su mente enfocada. Pero ese día, algo había cambiado. Cuando le tocó correr entre los troncos, esquivar las ramas y saltar sobre el arroyo, su mente no estaba allí. Estaba en el bosque de ceniza. En la cadena. En la lluvia de plumas negras.
Saltó tarde. Su pata rozó una piedra húmeda. El equilibrio se rompió. Cayó.
El impacto no fue grave, pero el silencio que siguió fue más doloroso que el golpe. Todos lo miraron. Incluso Olympia. Y en sus ojos dorados, por un instante, Izan vio algo que lo estremeció: miedo. No por el error. Por él.
—¿Estás bien? —preguntó uno de los entrenadores, acercándose.
Izan asintió, sacudiéndose el lodo. Pero sus ojos no se apartaban de Olympia. Ella lo observaba, inmóvil, como si intentara leerlo sin querer que él la leyera a ella.
Más tarde, mientras los demás descansaban, Izan se acercó al lago. El agua reflejaba el cielo, pero él solo veía fragmentos del sueño. Se preguntaba si era una señal. Si debía advertir a Olympia. Pero ¿cómo hacerlo sin que ella lo rechazara?
—Estás distraído —dijo una voz detrás de él.
Olympia.
Izan giró lentamente. Ella estaba allí, con el viento moviendo apenas su pelaje oscuro. No parecía molesta. Solo curiosa. O preocupada.
—Tu caída no fue por torpeza —continuó—. Fue por miedo.
—Fue por ti —respondió Izan, sin rodeos.
Olympia frunció el ceño, pero no se alejó.
—Soñé contigo. Otra vez. Vi tu corazón encadenado. Vi a Aleria arder. Y tú… tú sola. Como si hubieras elegido el dolor.
Olympia bajó la mirada. Por primera vez, sus ojos dorados no eran escudos. Eran espejos. Y en ellos, Izan vio la verdad: ella también soñaba. No con fuego. Con abandono.
—No me digas esas cosas —susurró ella—. Son solo estupideces.
—No puedo evitarlo —dijo Izan—. Tus ojos me lo dicen todo.
El silencio se instaló entre ellos, pero esta vez no era incómodo. Era necesario. Como si el bosque mismo contuviera el aliento, esperando que algo se rompiera o se revelara.
Olympia, ella siempre tan fuerte y decidida, desde qué conoció a Izan sentía una extraña conexión con el, le irritaba, incluso lo insultaba y le decía qué olía a perro remojado.
Sin embargo, se sentía demasiado extraña a su lado, y eso era un problema.
—Levántate.
Izan la miró, curioso.
—Eres un guerrero, no me importa las estupideces qué ves, a mí me importa qué seas bueno cumpliendo tú deber, así qué arriba—
Izan se sintió avergonzado ante la llamada de atención, pero se levantó.
—¿Tienes idea de lo que estás aceptando? —le dijo ella, con voz firme, mientras caminaba hacia el centro del claro.
Izan la miró sin retroceder. Sus ojos grises no mostraban miedo, solo una mezcla de respeto y determinación.
—Tengo 18 años —dijo él, como si eso fuera suficiente.
Olympia alzó una ceja, divertida y desafiante.
—Yo tengo 20. Dos años más de experiencia, de heridas, de batallas. ¿Crees que puedes alcanzarme solo porque tus ojos ven lo que otros no?
—No quiero alcanzarte —respondió Izan, transformándose lentamente en su forma lobuna—. Quiero que me veas.
La transformación fue rápida. Su pelaje marrón se erizó, sus patas se afirmaron en la tierra, y sus ojos grises brillaron con una intensidad que no era propia de su edad. Olympia lo observó, y por un instante, algo en su pecho se contrajo. No por miedo. Por reconocimiento.
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Editado: 09.10.2025