¿quién soy?

Capítulo único

¿Quién soy?
Esa pregunta obsesiva me perseguía sin descanso.
Cada noche, la repetía en mi mente, suplicando al cielo alguna respuesta.

¿Y qué recibía?

Una pesadilla que me ahogaba: un mar de líquido carmesí subía desde el suelo, envolviéndome hasta sofocarme. Una mirada vacía me juzgaba desde abajo, con la boca abierta de la que brotaban gusanos. Una chica desconocida, implorando ayuda, rogando que la dejara vivir.

¿Cómo podía ser esa mi respuesta?

Despertar con la respiración entrecortada, la pijama adherida como una segunda piel por el sudor excesivo, se había convertido en mi rutina. Todas las noches, el mismo tormento, las mismas súplicas. Lo único que cambiaba era el rostro de la chica.
Hasta hoy.

Me incorporé en la cama, con las manos pegajosas. Al mirar mi cuerpo, cubierto de barro, apenas podía reconocerme. Mi ropa estaba destrozada, como si me hubieran apuñalado incontables veces. Un hedor fétido impregnaba el pequeño departamento, un olor punzante que irritaba la nariz y hacía arder los ojos hasta querer llorarlos.

Un nudo en el estómago me obligó a levantarme, corriendo casi a ciegas hacia el baño para vaciar lo poco que quedaba en mi interior. Al abrir la puerta, el hedor se intensificó, golpeándome con tal fuerza que caí al suelo, arrastrándome hasta el inodoro. Mi garganta ardía.

Con esfuerzo, me puse en pie, intentando recuperar el control, hasta que lo vi. El baño, blanco por excelencia, estaba manchado: un rastro de lodo marcaba el suelo, huellas de zapatos giraban en círculos frenéticos, y la cortina de la bañera estaba teñida de un rojo oscuro.

Un escalofrío me recorrió. Con pasos lentos, temeroso del peligro que aquello podía significar, me acerqué. Mi mano temblorosa tomó la cortina y la deslizó con cuidado.

Una nube de moscas estalló frente a mi rostro, nublándome la vista. Caí de espaldas, horrorizado ante la escena. Era idéntica a mis pesadillas: los mismos ojos que parecían lamentar mirarme, los mismos gusanos deslizándose desde unos labios morados.

¿Quién demonios era ella?
Me pellizqué el brazo, desesperado por despertar de aquel infierno. El dolor fue agudo, insoportable. No era un sueño. Estaba despierto. Ella estaba realmente allí, frente a mí.
¿Yo no hice esto, verdad?

Una arcada incontrolable me dobló, y el vómito escapó de nuevo. Unos golpes lejanos resonaron, confundidos por un instante con los latidos frenéticos de mi corazón. Mi cabeza parecía partirse, un zumbido ensordecedor llenaba mis oídos.

¿Qué estaba pasando?
Pasos resonaron en el suelo, deteniéndose a mis espaldas. Escuché el crepitar de radios, murmullos apagados y arcadas de alguien que, como yo, no soportaba el hedor.

Sin girarme, sentí a un hombre vestido de azul acercarse. Se agachó a mi altura, sus ojos oscuros, casi abismales, clavándose en mí como si quisieran devorarme.
Hizo una seña a alguien detrás. Unos brazos fuertes me rodearon, forzándome a ponerme en pie.
Un metal frío rozó mis muñecas mientras el oficial hablaba:
—Queda bajo arresto por presunto homicidio doloso. Tiene derecho a guardar silencio y a un abogado. Si no tiene uno, se le asignará…

En ese instante, el mundo se congeló. Su boca seguía moviéndose, pero el sonido se desvaneció. El dolor en mis hombros, apretados por las esposas, era la única prueba de que esto era real.
Peor que cualquier pesadilla.

Al salir del departamento, las miradas me perseguían. Los murmullos de los vecinos cortaban el aire.

—¿Fue él? —preguntó una anciana, la inquilina del 34B, cuya voz reconocí al instante.
—Siempre fue extraño —respondió su nieta, con desprecio.

No podían creerlo. Yo, que las ayudé siempre, que llevé a esa anciana al hospital cuando se desmayó sin nadie más a su lado. Y ahora me juzgaban, sus ojos cargados de odio, sin conocer mi verdad.
Sus voces sonaban distorsionadas, como grabaciones defectuosas. La luz del sol me cegaba, fragmentando el mundo en imágenes borrosas, como una película antigua y desgastada.

Nunca había estado en una patrulla. De niño soñaba con conducir una, no con estar esposado en el asiento trasero, como un criminal.

En el retrovisor, mi reflejo me devolvió una imagen desoladora: rasguños con sangre seca cruzaban mi rostro, mechones de cabello apelmazados con lodo y sangre que no creía mía.

¿Cuándo se torció todo?

El silencio en el trayecto a la comisaría me aplastaba. Mis dedos ansiaban arrancarse las uñas, cualquier cosa para calmar la ansiedad.

El sol brillaba en su cenit, probablemente pasado el mediodía. Las calles bullían con gente saliendo del trabajo, sus rostros felices parecían burlarse de mi desgracia.

Al llegar a la comisaría, un pasillo gris, desprovisto de vida, me condujo a una reja negra, tan oscura como las ojeras bajo mis ojos.

Sin cuidado, me quitaron las esposas y me empujaron dentro. Caí de bruces, la mandíbula golpeando el suelo. Un gemido escapó de mi garganta mientras los oficiales reían, como si fuera un juego cruel.

Me abandonaron en esa celda diminuta, envuelto en el frío de sus paredes. Sin ventanas, el tiempo se desdibujaba. Me acurruqué en una esquina, abrazando mis rodillas, deseando que todo fuera una pesadilla demasiado vívida.

Unos pasos lentos, precisos, como pasos de un depredador, interrumpieron mis pensamientos.
Un hombre de mediana edad apareció frente a la reja que me encerraba. Su traje gris, impecable, parecía fundirse con el tono apagado de la celda; su cabello castaño armonizaba con unos ojos cafés que me observaban con curiosidad.

—Mi nombre es Adeus Clarke, su abogado designado —dijo con una voz fría, serena, como si hubiera recitado esas palabras mil veces.

—Joven Azazel Blake, de veinte años, ¿correcto?
Su mirada se posó en mí, esperando una respuesta. Mi garganta se cerró; sentía que, si hablaba, podría condenarme. Solo asentí, con un nudo de miedo en el pecho.



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En el texto hay: psicologico, aseinato, sueños de miedo

Editado: 15.10.2025

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