¿quieres ser mi ex?

PREFACIO: Inicio de luces

«¿De qué me sirve estudiar sobre números si lo que quiero es arrestar a delincuentes?», se preguntó Jorge al mirar su mochila con libros, libretas y una lapicera.

Tras pensarlo por segunda ocasión, él se levantó de la orilla de su cama al mismo tiempo en que evitaba ver su figura reflejada en el espejo.

Alzó sus brazos a la altura de sus hombros y gritó porque estaba sorprendido de su apariencia.

Después de aquella acción su madre subió hasta su habitación para preguntarle si todo estaba bien.

—¿Qué pasó? —dijo la mujer de cabello oscuro cuando se había agachado—. Mi amor, ¿qué sucede?

Jorge se quedó en silencio unos segundos antes de responder: —No quiero ir a la escuela. Es mala idea. Para ser el Catastrófico que deseo ser, no debo saber fórmulas matemáticas ni químicas.

La joven adulta le acarició su mejilla para afirmarle que, si asistía a clases, ella le haría su platillo favorito.

El pequeño de doce años sonrió en lo que le contestaba «estoy de acuerdo».

Posteriormente, él se colgó su mochila y salió de su cuarto para esperar que sus padres lo llevasen a la secundaria. Durante esas acciones, él estaba contento.

Sin embargo, eso se veía en duda ya que sus pensamientos empezaban a comentarle que podría estar tomando una pésima decisión.

Claro estaba que, al llegar al primer piso, su mente le había jugado en su contra y que seguía inseguro con respecto a si estaba bien asistir o no.

«¿Por qué estoy dudando si ya he decidido?», se cuestionó antes de ser visto por su padre.

Al ser el blanco del señor Célefes, el futuro estudiante quiso escaparse de los brazos de su progenitor, mas no pudo debido a que el adulto fue más rápido.

El niño dijo: —Suéltame, papá. Quiero subir a mi habitación para cambiarme de ropa. No iré a la escuela.

—Y, ¿qué hay de la promesa que le hiciste a tu madre? —el sujeto bajó a su hijo—. ¿Vas a romperla?

Jorge se retrajo para abrazarse a sí mismo en lo que respondía que no le importaba comer un platillo común siempre y cuando pudiese quedarse en casa.

En ese momento llegó la madre con un comentario: —Si no vas está bien. Por mí mejor. Tendré manos extra que puedan ayudarme a realizar los deberes domésticos.

—Bueno, eso no suena tan mal —agregó el preadolescente—. Iré a dejar mis cosas en mi…

Su padre lo detuvo jalándolo del brazo.

Le lanzó una mirada de desaprobación.

Su descendiente entendió que debía ir al colegio sin importar si esa idea le agradaba o no.

Jorge necesitaba ver el otro lado del asunto pues sino lo hacía no tendría premios inesperados.

Si cumplía con el requerimiento de su padre, probablemente podría aumentar la cantidad de amigos que tenía hasta ese decisivo momento.

No era posible negarlo, el primogénito sentía mucha presión con respecto a su asistencia a aquella casa del saber, pero debía disimularla.

¿De qué serviría disimular si cuando aterrizase en su salón de clase, estaría de mal humor e indispuesto?

No sería de ayuda si es que ningún curioso se le acercaba a preguntarle sobre su estado anímico.

Como dicho pensamiento no estaba en la cabeza del niño, él platicó con sus papás mientras caminaban hacia el sitio donde el joven Célefes aprendería varios datos.

Podría ser su imaginación o tal vez no.

El camino aparentaba expandirse conforme a la marcha, por lo que tardaría en llegar más de lo esperado.

Realmente eso no era malo, él no tenía prisa.

Si tardaban tres horas en llegar, no le importaría.

Para él sería mejor retrasarse lo más que pudiese, seguía indispuesto con la decisión de sus padres.

«Una tienda de tasers», observó Jorge, «voy a pedirle a mi mamá que nos detengamos».

Lo pensó muy tarde porque al separar sus labios, su padre le comentó que debía apresurar el paso.

A cada pisada le correspondía una calle nueva por cruzar, a un pensamiento le seguía un jalón del brazo y por cada comentario que hacía le proseguía una respuesta monótona sobre por qué sí ir a la escuela.

Todo ese ciclo se repitió en diversas ocasiones hasta que finalmente terminaron en la secundaria.

Aun así, el comportamiento indiferente del preadolescente no lo abandonó.

Esa actitud aumentó tanto que hizo un berrinche a modo de manifestación con sus padres.

Muchos astrales miraban atónitos la escena y, compartían un pensar: «Seguro que a ese niño no le enseñaron a comportarse… Oh, tiene sentido, sus padres no se ven tan mayores. Es culpa de ellos.»

Los padres intentaron calmar a su pequeño, pero nada estaba resultando.

Una niña de la edad de Jorge se apareció delante de él y le dijo que ella no se apartaría de su lado hasta que él se adaptara.




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