El último año de Universidad estaba a punto de comenzar en cuanto saliera por la puerta de
la residencia y me dirigiera hacia el edificio donde se impartían las clases. Me fijé en la hora, las
08:30. Si quería llegar a tiempo tenía que darme prisa.
Miré por la ventana una vez más, vi los árboles del parque frente a la residencia moverse
con fuerza. A pesar de que dentro de unas tres horas el sol se volvería cálido, ahora se trataba de una
fría mañana de Septiembre.
Rápidamente metí el ordenador, un par de cuadernos y un estuche en el bolso y corrí hacia
mi armario en busca de una chaqueta. Saqué mi cazadora de cuero negra, mi favorita, y la puse
junto al bolso. Corrí al baño y me lavé los dientes. Saqué mi maquillaje, una gran cantidad de
corrector de ojeras, un poco de base para disimular imperfecciones, dos capas de rimel para hacer
más grandes mis ojos marrones, colorete para dar tonalidad a mi piel e iluminador en los puntos
estratégicos, también añadí brillo a mis gruesos labios. Arreglé mi pelo, una melena castaña que
siempre he odiado por su falta de brillo y forma. La peiné y dejé que cayera lisa hasta la mitad de
mi espalda. Miré la hora en el teléfono, las 08:40.
Tenía cinco minutos.
Me puse la cazadora y las deportivas, cogí las llaves de mi habitación y salí directa al
ascensor. Esperé con impaciencia, todavía tenía que llegar hasta la cafetería para coger algo de
desayunar, pero sabía que no me iba a dar tiempo. Cuando las puertas se abrieron, el ascensor
estaba ocupado por otras tres personas que arquearon las cejas cuando me vieron. Supe lo que
pensaban de inmediato, que este trasto se iba a caer como subiera en el. Traté de ignorar los
murmuros y pensé en mi objetivo.
Eran solo tres pisos, pero se me hizo eterno el trayecto.
Cuando llegamos salí a toda velocidad y volví a mirar la hora en mi teléfono. Las 08:44. No
me daba tiempo a pasar por la cafetería, así que ya comería después de la primera clase.
Llegué hasta la puerta principal de la residencia. El portero estaba sentado tras un mostrador
viendo como todos salíamos corriendo del edificio porque llegábamos tarde. Le saludé con la mano,
me devolvió la sonrisa. Era un hombre muy agradable. Crucé las puertas y me detuve a un lado, la
espalda apoyada contra la gélida pared, retirándome el pelo de la cara que el viento había
depositado ahí. Miré la hora de nuevo, eran las 08:45, justo a tiempo.
Esperé.
Inmediatamente sentí mi corazón martilleando frenético contra mi pecho. Más grupos de
personas siguieron saliendo por la puerta, todos corriendo, muchos con un café en la mano o algo de
comida. Mi estómago rugió. Me mordí el labio, nerviosa, jugué con mis pies, ansiosa.
Y por fin, él apareció por la puerta.
El viento balanceó su cabello rubio, se lo estaba dejando crecer. La sudadera verde pastel
contrastaba con su piel bronceada después de todo el verano. Parecía más musculado que hacía dos
meses, lo cual me dejó la garganta seca. Viendo su perfil me di cuenta no solo de que se había
afeitado, si no que un pequeño aro negro decoraba la aleta derecha de su nariz. Se había hecho un
piercing. Cuando creía que no podía parecerme más arrebatador, él volvía a superarse. Estaba
hablando con un chico y agradecí infinitamente a ese desconocido por hacerle reír, porque siempre
sería mi sonido favorito. Era grave, profundo, como su voz.
Emprendió la marcha, yo detrás de él. Caminaba a paso lento, su edificio estaba a cinco
minutos de la residencia. Le seguí no tan cerca como parecer una acosadora ni tan lejos como para
que el viento se llevara sus palabras. Le escuché hablar de lo malo que había sido volver a la rutina,
de lo mucho que echaba de menos el verano y de las ganas que tenía de terminar la carrera a pesar
de quedarle aún dos años. Sonreí con las bromas que gastó, con los comentarios graciosos que tenía.
Llevaba riéndome con él, sin que lo supiera, durante ocho años.
La primera vez que vi a Colin Green fue en el instituto, cuando se mudó desde Manchester a
nuestra ciudad en España.
Ese día, a pesar de ser triste, lluvioso y gris, cuando él apareció por la puerta juro que fue
como si brillara el sol. Su pelo era mucho más rubio que ahora, y más largo comparado a la mata
que le cubría la parte superior de la cabeza. Desde que se lo había rapado por los lados estaba
mucho más atractivo. Su rostro se fue alargando, dejando atrás los mofletes de antaño, y su estatura
aumentó notoriamente a cada año. Su fuerte acento británico se fue suavizando con el paso de los
años, aunque todavía guardaba algunos resquicios.
El baloncesto continuaba siendo su deporte, jugaba campeonatos todos los años y, aunque
pocas veces ganaba, nunca había dejado de practicarlo. La lectura que tanto le gustaba cuando era
pequeño había quedado atrás, sustituyéndose por coches y fiestas. Sus tardes en el parque jugando
partidos habían sido cambiados por horas de gimnasio que daban sus frutos.
Lo único que no había variado en todo este tiempo han sido mis sentimientos por él, igual de
fuertes que el primer día que le vi. Desde ese momento, Colin Green y yo habíamos coincidido
todos los años en clase, y cuando vinimos a la Universidad tuve la suerte de estar en la misma
residencia que él. Lo interpreté como una señal del destino. El único lugar donde no coincidíamos
era el edificio de la Facultad, ya que estudiábamos carreras diferentes y no se impartían en el mismo
bloque.
Yo había optado por Magisterio, él por Medicina.
Sin embargo, mi corazón seguía latiendo día tras día por él, y me gustaría decir que Colin
Green no lo sabía, que no estaba al tanto ya no de mis sentimientos, si no de mi existencia, pero no
era así.
Editado: 12.07.2025