Me puse un chándal y salí de mi cuarto sin saber muy bien a dónde iba. Simplemente no quería seguir ahí dentro, perdida en mis pensamientos como llevaba toda la tarde. Recorrí el pasillo y llegué a las escaleras principales de la residencia, decidí subir. Fueron dos pisos hasta llegar a la puerta de la azotea. No se nos tenía permitido estar ahí arriba, pero en ese momento, como en muchos otros, me daba igual.
Abrí la puerta metálica y pesada topándome con una brisa fría que me hizo temblar bajo la sudadera. Avancé por el amplio espacio desértico, aliviada por ver que no había nadie más allí arriba. Durante estos años tuve la mala suerte de cruzarme con otros estudiantes más veces de las que me hubiera gustado, aunque al parecer el año pasado decidieron dejar de venir tan a menudo. Agradecí aquello, porque ahora la mayoría de las veces solo estábamos el cielo estrellado y yo. Podía pensar con claridad cuando estaba aquí arriba, como si los problemas no pudiesen alcanzarme. Esta descuidada azotea rodeada por algunas torretas de hormigón, unas más altas que otras, y un par de plantas ya muertas se había convertido en uno de mis lugares favoritos.
Me acerqué al muro de ladrillo que me separaba de una caída seguramente mortal, mirando la ciudad relucir. Parecía tan tranquila, tan en calma que me dio envidia. Los espesos árboles se mecían con el viento, las calles estaban iluminadas gracias a las luces amarillentas de las farolas y pude ver a un par de personas caminando a paso lento con un perro jugueteando por el césped. Alcé los ojos al cielo donde solo unas pocas estrellas brillaban, la Osa Mayor podía verse perfectamente. Respiré.
-Pensaba que tú no subirías aquí.
Se me atascó el aire en los pulmones. Reconocería ese tono entre un millar de voces más.
Me giré despacio descubriendo a Colin Green sentado sobre un pequeño tejado, con la espalda apoyada en una torreta. La oscuridad se cernía sobre él, pero incluso a través de ella vi sus preciosos ojos azules. Se llevó un cigarro a los labios, haciendo que la punta de este brillara fervientemente. Expulsó el humo despacio, y en todo este tiempo yo me había quedado atrapada en su figura y en el hecho de que estuviera hablándome.
-¿Cómo estás Alaia?
-B-Bien- tartamudeé, odiándome por ello.
Volvió a fumar con calma. No sabía qué hacer, dónde meterme. Él sonrió, aún mirándome.
-¿Me acompañas? No quiero estar solo- ofreció.
Mi corazón casi estalla dentro de mi pecho, sentí mis manos temblar. Caminé a paso lento hasta él, sentándome a su lado pero manteniendo una distancia prudente como para no incomodarle. El chico observó cada movimiento que hice con detenimiento.
-Si no querías estar solo, ¿por qué no hay nadie contigo?- pregunté en un susurro, como si me diera miedo haberlo hecho. Y es que, después de ocho años, hablarle aún hacía que me temblase la voz.
-Quería, hasta que te he visto-. El latido de mi corazón fue tan fuerte que estaba segura de que lo había oído. -¿Qué tal las clases?- se interesó, fumando de nuevo.
-Más difíciles que otros años- respondí sin mirarle.
-Qué raro, siempre fuiste una chica muy aplicada.
Parpadeé un par de veces.
-¿Te acuerdas de...?- no terminé, estaba demasiado sorprendida..
-Claro, fuimos juntos a clase y siempre tenías todas las respuestas, siempre las mejores notas.
-No sabía que te habías dado cuenta de ello- dije con cierta vergüenza.
-Te prestaba más atención de la que crees.
¿En serio había dicho eso o escuché mal?
Me sonrojé cuando él sonrió de nuevo, esa preciosa curva en su rostro que iluminaba sus ojos. Arrojó el cigarro y se acercó más a mí. Dentro del bolsillo de mi sudadera me pellizqué la piel, por si estaba soñando.
-¿Qué has hecho este verano?- soltó.
Y esa pregunta fue la que rompió toda la ilusión que estaba sintiendo, esas palabras que me confirmaban mis peores sospechas. Era una completa idiota, acababa de darme cuenta de ello. Obviamente Colin Green no iba a recordar que me había besado, seguramente ni siquiera quiso hacerlo, y yo había pasado más de cuarenta días rememorando a cada segundo esa noche tan mágica y especial para mí. Qué estúpida me sentía.
-¿Qué te pasa?- quiso saber, y no supe cómo o qué responder.
Sentí las lágrimas arder en mis ojos, pero me negaba a llorar frente a él para después tener que darle explicaciones. Sería muy patético, tanto que ni yo misma podría soportarlo.
-¿Estuviste en la fiesta ochentera?- preguntó. -Esa que organizó la discoteca del barrio en el que vivíamos, ¿sabes cuál?
Claro que lo sabía, claro que había ido, esa noche nos habíamos besado.
Recuerdo perfectamente que me había cardado tanto el pelo que al día siguiente me llevó media hora que volviera a su estado natural. Me puse la falda más voluminosa que tenía y tantos collares y pulseras como cupieran en el cuello y en las muñecas. Incluso encontré un lazo gigante que coloqué en lo alto de mi cabeza. Fui nerviosa, tratando de dejar el miedo a un lado. Conocía a todos los que allí estaban, pero a la vez sentía que eran completos extraños. Mi objetivo era verle. Estaba vestido con un ridículo y colorido chándal dos tallas más grande que relucía bajo las luces ultravioletas. Se había hecho un gran tupé en el pelo y, como de costumbre, era el alma de la fiesta.
-Fue muy buena, el broche de oro al final de verano- rió.
El recuerdo de lo que ocurrió se perfiló en mi mente, tan perfecto como si hubiera ocurrido ayer. Me había cansado de estar apoyada en la barra y él había desaparecido hacía una hora, así que dejé mi copa y me largué del sitio. Fuera, las personas reían, hablaban y fumaban, aglomeradas todas en la puerta. Tuve que abrirme paso entre ellas, sin mirar a ninguna por miedo a que se dieran cuenta de que estaba allí. Fui el objetivo de sus burlas durante años, se mofaban de mí día sí y día también, me utilizaban por mis buenas notas, para pasarles apuntes o explicarles aquello que no entendían y después actuaban como si no hubiésemos cruzado palabra.
Editado: 12.07.2025