Quiérete y luego quiéreme, si quieres.

CAPÍTULO 8.

Al día siguiente no quería salir de la cama. Estaba cansada, no solo por haber dormido dos horas en toda la noche y el resto de los minutos pasarlos llorando, si no porque no era capaz de enfrentarme a esta realidad que parecía confabularse para humillarme.

Sin embargo, me obligué a poner un pie en el suelo, luego el otro, y levantarme. Hoy no había clase, era sábado, uno que de pronto parecía muy triste y solitario. Aunque Erika me había propuesto un plan esa misma mañana a través de un mensaje de texto, lo cierto era que no me apetecía salir de aquellas cuatro paredes. Merecía un día de autocompasión.

O quizá no, pero lo tomé de igual forma.

Me metí en la ducha y me demoré más tiempo en ella. El agua caliente limpiaba por fuera, haciendo que tu aspecto no pareciera tan desaliñado, pero no conseguía hacerlo por dentro, donde aún sentía esa herida refulgir. No eliminaba la tristeza ni las lágrimas que habían vuelto a caer, no calmaba el nudo atenazado en mi garganta, la herida latente de mi pecho, como tampoco purgaba las emociones, unas feroces y nocivas que me consumían con cada latido.

Rindiéndome, me vestí para ir a la cafetería que había a una calle de distancia, la de la residencia cerraba los fines de semana. Compraría algo para desayunar, probablemente una napolitana de chocolate o un pedazo de brownie, y volvería rápidamente para encerrarme en mi habitación. Mi plan era pasarme todo el día oculta entre esas paredes, pedir comida a domicilio y ver las mismas películas y series que ya había visionado unas diez veces, esas que reservamos para cuando sentimos que es la vida la que puede con nosotros y no tenemos fuerzas ni siquiera para formular más de dos palabras. Puse el piloto automático. Entré en la cafetería, ordené, pagué y me fui de allí casi corriendo. Me adentré en la residencia saludando al portero y tomé el ascensor, noté el frío del Iced Americano en mi mano. Esperé paciente hasta que las puertas se abrieron. Del pequeño espacio salieron dos chicas con el pelo recogido en una coleta alta y ropa deportiva, cargadas con dos raquetas de pádel cada una. Miré su figura delgada, su rostro limpio, sus sonrisas llenas de vida. Sentí envidia, porque seguramente si yo fuese como ellas, mi situación sería diferente.

Pero no lo era.

Subí al ascensor, el trayecto se me hizo eterno hasta que salí al pasillo cogiendo las llaves de mi habitación en el bolsillo de la sudadera. Por fin había vuelto a la seguridad de mi cuarto. Deposité el café sobre el escritorio y comencé a hacer la cama. Solo entonces me percaté de un pequeño trozo de papel a los pies de la puerta. Lo recogí y lo abrí.

El corazón me dejó de latir dentro del pecho, conocía esa caligrafía a la perfección.

LO SIENTO.

Leí una y otra vez.

Quise estrujar la nota en mi puño. ¿Por qué lo sentía exactamente? ¿Quizá por haberme besado dos veces? ¿Tal vez por dejarme creer que había esperanzas para un nosotros? ¿O puede que sintiera el hecho de que le descubrí enredándose con otra chica? Es posible que si no le hubiera visto con otra persona puede que a lo mejor no hubiera recibido la nota, la insuficiente y no tan precisa disculpa. Debería haber arrojado esa nota a la basura y fingir que nunca recibí el mensaje, pero no podía hacerlo, sentía que no podía desprenderme de ese pequeño trozo de papel en el que Colin Green había garabateado dos palabras. Así que lo puse dentro de una caja de latón vacía donde antes había bombones. Irónico quizá.

Durante todo el fin de semana me replanteé una y otra vez si era una persona justa dispuesta a escucharle si él me lo permitía o una completa idiota enamorada que se deja ningunear por un poco de atención.

***

Me lavé la cara, me maquillé y me peiné, más por costumbre que por exceso de ganas. Fui hasta el armario arrastrando mis pasos por el frío suelo y miré la ropa sin verla realmente. Tomé unos vaqueros anchos y cómodos, una camiseta amplia y la sudadera gris.

Cuando entré en el ascensor, lleno hasta los topes, me percaté de esas miradas no tan silenciosas que me lanzaron, me dejé llevar por ellas hasta ese lugar oscuro que evitaba visitar a toda costa pero que, para ser sincera, hoy no tenía las fuerzas necesarias como para rehuirlo. Me perdí en las palabras negativas y pensamientos destructivos sobre mí misma, tanto los que yo tenía arraigados como aquellos que me lanzaba la sociedad. Me aferré al bolso, sintiendo los nudillos cambiar de color por culpa de la presión. Cerré los ojos con fuerza, y hasta que el ascensor no se detuvo y todos salieron, no me permití abrirlos y dirigirme a la puerta de la residencia.

No me hizo falta mirar el reloj para saber qué hora era.

Una vez fuera, me quedé con la espalda apoyada sobre la pared. El viento frío mecía mi coleta cuando Colin Green atravesó las puertas de la residencia a las 08:45. Tiritó bajo la sudadera y sonrió a su amigo. Éste le dijo algo que le provocó una carcajada. Verle reír aumentó esa presión en el pecho, un agujero que se iba haciendo más grande por momentos y que él alimentaba segundo a segundo. Reía como si nada hubiera ocurrido, como si no me hubiera destrozado el alma, como si esa nota o ese beso con la desconocida no existieran. Y es que dio igual la cantidad de veces que revisé mi puerta o cuánto tiempo estuve en esa azotea, no conseguí verle en todo el fin de semana.

Se giró un instante, donde sus ojos y los míos se encontraron. Su azul brillaba con fuerza, como siempre, y su belleza alteró mis pensamientos, tan espectacular como todos los días, pero tan dañino como nunca. La mirada fugaz que me dedicó estaba cargada de sentimientos, unos que me atravesaron como una flecha. Movió sus labios en un intento por sonreír. Tragué las lágrimas, no quería que me viera llorar. Volvió su atención hacia su amigo, se rió de nuevo y ambos se alejaron de la residencia. Yo esperé allí de pie hasta que su figura desapareció en el horizonte. La tensión de mi cuerpo se desvaneció cuando dejé de verle, pero el dolor seguía llameante en mi pecho.




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